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Literatura y comunicación
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viernes, diciembre 25, 2009

ALABASTRO

Por Román Cortázar Aranda
Director de El Grito (México)


Los hechos de la vida del poeta Leopoldo María Panero agotan, parejamente, desolación y destrucción. Proponen una obra extraordinaria que es imposible atribuir por entero al genio o a las circunstancias. Hijo del poeta franquista Leopoldo Panero. Antifranquista. Nació en Madrid en 1948.

Emperador de sí mismo, Panero visitó imparcialmente las drogas, el alcohol, la bisexualidad. La voluptuosidad errante de sus manías se dispersó en la poesía pero también en la traducción, la narrativa y el ensayo. Gradualmente, sus varios temas se hicieron uno solo: la nada. No exagero: es brutal.

Sus poemas rehúsan la llana promoción de malditismo. Son malditos por las mismas razones que los de Baudelaire y Rimbaud. Como los oros escarchados en Las flores del mal o en Las iluminaciones, los poemas de Panero son desesperación húmeda, iluminación de escorpiones. Pero también tienen los nervios tensos, llenos de humo de cigarro y emblemas verbales. No temen a los registros de otro tiempo: exploran las posibilidades vivas de lo muerto. Atrevido, Panero resucita la rosa, de sus cenizas la rehace y la llena de color.

Si en los poemas infantiles ―coleccionados devotamente por Felicidad Blanc, su madre― se habían colado pálidas visiones del ser, en los de los años posteriores ser y apariencia es lo mismo. Henchida de sí misma, la poesía revela. Nada está escondido. Ser o no ser. No se trata, por cierto, de una mera figura retórica. Es la cicatriz de Leopoldo María Panero. “Me digo que soy Pessoa, como Pessoa era / Álvaro de Campos”. Abre los ojos: el ser es la nada.


Un poema, “Imitación de Pessoa”, con osadía y suficiencia, se empeña en falsificar ejemplarmente la voz de Pessoa. Curiosamente lo consigue. Sus versos primero y último acaso pueden prescindir del resto. Así empieza: “Amor, no seas: huye del ser y que a ti el ser rehúya”. Así termina: “amor, sé como yo, no seas”. Este poema aparece en un extraordinario libro publicado en 1980, Last river together.

A finales de esa misma década, Panero es ingresado definitivamente en el manicomnio de Mondragón. El deterioro de su lucidez alteró mínimamente su obra. Como sucede en otros casos: la visión del eterno retorno que tuvo Nietzsche a orillas del lago Silvaplana o la visión de la “belleza griega” de Suzette ―la Diotima de sus poemas― que tuvo Hölderlin, el lenguaje se vuelve sustancia mágica; es máxima condensación. Recobra su capacidad de ver en el fuego el agua, la armonía de las dispersiones.

Panero estudió en los años sesenta en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid. En aquel tiempo emprendió por su cuenta la lectura de los autores marxistas y los tomó demasiado en serio. Dio por frecuentar tertulias y, clandestinamente, cruzó los Pirineos para capacitarse, en Francia, como militante de la célula comunista de su facultad. Camarada Alberto. Su acendrado antifranquismo lo condujo a la cárcel. Le impuso también la invariable execración de hombres como su padre: “―los Dámasos, los Gerardos, los Andrés Trapiello / los hijos de perra / silenciosos cómplices del verdugo / amigos del crimen perfecto―”.

Hablar del nihilismo de Panero es un lugar común, pero su poesía no lo proclama como ornamento retórico sino como serena y hasta elocuente transparencia del hombre. Su obra, limada línea por línea, se resigna a abordar la nada porque la nada es el ser. También se resignan a esto las voces que escucha en su cabeza y que siempre acometen un hecho estético. La verborrea de Hölderlin lo obligaba a hablar consigo mismo en voz alta, yendo de un lugar a otro. A Nietzsche lo hirió un silencio sepulcral, místico. A Panero unas voces lo aguardan junto a su máquina de escribir, en el fondo del cenicero; suben luego hasta la página y en la página se quedan. Esas voces tienen los nombres más insignes de la literatura.

Dos poemas son alucinantes porque ven lo invisible. El primero, “Lo que Stéphane Mallarmé quiso decir en sus poemas”, merodea el tema de la muerte de Mallarmé. Como es natural, a la muerte se une el amor. Pertinazmente, al amor se une la nada: “quiso decir el viejo que las leyes / del amor no son las leyes de la nada / y que sólo abrazados a un esqueleto en el mundo vacío / sabremos como siempre que el amor es nada”. Los ojos de Panero, desde siempre bestiales, encienden más allá de sus propios ojos los rincones secretos. Así Mallarmé, viejo agonizante, “cuando ya la última lámpara / en el cuarto estaba apagada”, se entraña por última vez y, con la cruz en los ojos y el escorpión en el falo ―signos reconocibles del poeta―, se entrega a la nada, henchido, “diciendo que ni siquiera Dios es superior al poema”.

El segundo se titula “La cuádruple forma de la nada”. Salidos los versos de Orfebre (1994), cada uno de ellos es un rostro regido por luz y oscuridad. Es innegable la maestría con que el poema nos sitúa frente al problema de la nada. Tres, nos dice, son sus formas: “la nada que flota antes de la palabra / y que es distinta a esa nada que el poema canta / y también a esa nada en que expira el poema”. Octavio Paz llamó “blanco” al silencio que está antes y después de la hoja, es decir, antes y después de la palabra. Panero lo llamó “la nada”. Los versos fluyen río abajo, río arriba (“peces shakespearianos que boquean en la playa / esperando allí entre las ruinas del mundo / al señor con yelmo y con espada / al señor sin fruto de la nada”), y anegando sus verdades oscuras palpan la misteriosa presencia: el ser se precipita en la nada porque el ser es nada: “Testigo es su cadáver aquí donde boquea el poema / de que nada se ha escrito ni se escribió nunca / y ésta es la cuádruple forma de la nada”.

Leopoldo María Panero, con el labio infinito de la espuma y el rostro criminal a oscuras, reinventó la rosa para destruir la rosa, es decir.