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Literatura y comunicación
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jueves, noviembre 12, 2009

ALABASTRO

Por Román Cortázar Aranda
Director de El Grito (México)



Homero fue el primer gran editor de la literatura occidental porque comprendió que la palabra escrita, a diferencia de la palabra oral, se halla abierta a los pormenores del infinito. Así fijó en letra, amañó y limó, los poemas que antaño había fijado en el viento la voz. Homero fue el primer gran poeta de la literatura occidental porque descubrió que su imaginación era no sólo capaz de editar los poemas que habían sido cantados desde 1180 a. de C., sino que podía añadirles, por lo menos cuatrocientos años después, aventuras y personajes puramente ficticios.


Homero, el hombre (o la mujer, si hemos de creerle a Samuel Butler y Robert Graves), vislumbró que se apagaba su voz en la nada y se volvían pálidas las palabras que cantaba. Entonces llevó los sonidos del viento a la hoja. Pero Homero no sabía escribir. George Steiner, con inteligencia delicada, nos dice que no es necesario creer que Homero fuera un hombre ilustrado. Habría dictado ambos poemas a un escriba. Pero Steiner aun va más allá: “me atrevería a asegurar que la antigua y persistente tradición de su ceguera está relacionada con este punto probable. Deseando ocultar a una época posterior y más crítica este defecto técnico del maestro ―la vergüenza del analfabetismo―, los Homéridas lo describieron ciego”.

Como Homero el ciego, la crítica literaria no ha podido escribir lo que ocurrió en esa misteriosa noche que separa la Ilíada y la Odisea. Porque a Aquiles lo domina la risa y a Ulises ―u Odiseo― la sonrisa. Aquél es alegre brutalidad; éste, ironía pura y fría. Aquél es Edad de Bronce; éste, los primeros rayos del alba presocrática.

En un ensayo espléndido, Ítalo Calvino traba lucha con el esquivo Ulises y arroja un ancla en su umbroso periplo. Nos dice que el héroe siempre batalla con la desmemoria: el loto, las drogas de Cirse, el canto de las sirenas. En una palabra: no debe olvidar la Odisea.

Para Edoardo Sanguineti, el de Ulises no es un viaje de ida, sino un viaje de vuelta. Por lo tanto, “el futuro que Ulises va buscando es entonces, en realidad, su pasado”. Vemos no una simple regresión sino una restauración. Ésta se apresura cuando Euriclea, el ama de llaves, reconoce al héroe oculto en un disfraz de mendigo. Lo reconoce al bañarlo. Lo denuncia la piel: la huella de los dientes de un jabalí. El signo de la restauración es entonces la cicatriz. Con su regreso y victoria final, Ulises restablece el orden ideal en, por lo menos, dos sentidos: el interior y el social. Supongo que esto pensaba Calvino cuando escribió que la memoria sólo cuenta si reúne pasado y futuro, “devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir”.

Muchos siglos después, en 1868, un fabuloso dramaturgo noruego, Henrik Ibsen, publicó una nueva versión de la Odisea. Ulises adopta en esta obra, una de las más grandes de la literatura, el nombre de Peer Gynt. Es un canalla adorable que aspira al título de Emperador de Sí Mismo. Como sería de esperarse, también hay un reconocimiento. Su signo es una cebolla. Pues bien: a propósito de la cicatriz de Ulises, Erich Auerbach observa que el inventor del caballo de Troya “es completamente el mismo al regreso que cuando, dos décadas antes, abandonó Ítaca”. La Odisea, por tanto, habría sido tan solo una gran aventura geográfica. Pero deberán pasar muchos años aún para que la Odisea se exprese en un lugar inmaterial. En la región interior, entre fantasmas oscuros.





Es plausible que la cicatriz sea una marca no sólo corporal. Mañoso y astuto, el héroe alcanza sin embargo un protagonismo mediocre en la Ilíada. Lo hace voluntariamente. En ese mundo bárbaro y brutal, su fama de taimado contrasta con la dignidad de los guerreros que prefieren, antes que el ejercicio del ardid y el doblez, morder el polvo a la manera de Héctor, revolcándose en su propia sangre. Alfonso Reyes nos dice que Autólico, “en recuerdo de sus peripecias y su propio renombre, bautizó al nieto y le dio el nombre de Odiseo”. Es decir: el “odiado”. Autólico era otro rufián experto en el engaño y el hurto.
Pero la cicatriz es aún más honda. Para Sanguineti, se trata de la repetición. Puede ser que tenga razón. Por lo menos Dante así lo registró en su Comedia. Virgilio y Dante llegan a una hoya. Luego ven muchos fuegos y, adentro de los fuegos, las almas de los engañadores. En dos de ellas se hallan Diomedes y Ulises, los embaucadores más legendarios. Virgilio les habla. Virgilio, no Dante. Ya Borges nos ha explicado la razón: Dante no es nadie, no ha escrito aún su Comedia. Virgilio les pide que le cuenten cómo murieron y entonces, desde lo hondo de una llama, habla la voz de Ulises. Ulises no tiene rostro, sólo sus hazañas. Ulises dejó a Penélope para emprender su último viaje. Inflamó a sus viejos compañeros con palabras nobles. Les dijo que son hombres, no bestias, que nacieron para conocer y para comprender. Y emprendieron la exploración del hemisferio austral. La voz de fuego de Ulises, una vez más, no olvida.

En alguna página, Steiner se pregunta qué sucede cuando leemos la Ilíada con los ojos de Ulises. Ante las variaciones estilísticas y aun las diferentes visiones del mundo, desarrolla una idea: que Homero fue el compilador de la Ilíada y el autor de la Odisea. Creo que las páginas más nobles de la crítica literaria siguen siendo insuficientes para contarnos lo acontecido. Creo que no la crítica sino la poesía zanjará el asunto algún día. Añadiré que fue el poema dramático de Ibsen el que continuó y completó la obra de Homero. Al regresar a casa luego de tantos años de ausencia, un viejo y cansado Peer Gynt se enfrenta al diablo deshojando una cebolla; se da cuenta entonces de que él mismo ―como Ulises ante Polifemo― es Nadie. Como la cebolla, él no tiene centro. En su corazón palpita la nada. Tenemos, pues, nuestra moderna Odisea espiritual.