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Literatura y comunicación
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jueves, junio 03, 2010

Dios es redondo

Por Víctor Bravo
Editorial El otro el mismo


El fútbol parece cumplir a la perfección con uno de los más terribles poderes del mundo globalizado: inducir una misma y simultánea experiencia planetaria. Es tan contundente la marea festiva de la masa que quizás nunca como hoy ha existido una actitud tan políticamente correcta como la de ser un hincha, un fanático o como se les llame a los tocados por la fiebre bolompédica.  
La difusión de la radio y luego la televisión exigió la conformación de un espectáculo de masas en una escala muy superior a la representación del circo que se expandía con los medios a la mano: la trashumancia de ciudad en ciudad: la llegada y la convocatoria, por medio de un desfile en las calles, al espectáculo. Junto a las figuras del espectáculo musical que llegaron a constituirse en figuras míticas (así por ejemplo Carlos Gardel o Daniel Santos), y las figuras creadas y difundidas por el cine naciente, el espectáculo del juego empezó a ser inducido por las grandes potencias como gran espectáculo de masas. Así, el boxeo, que con Muhammd Alí, el 25 de febrero de 1965, primero, cuando gana por KO a Sonny Liston; y, el 30 de octubre de 1974, cuando reconquista el título, también por KO, ante George Foreman, visto por televisión por millones de personas en el planeta, nos da la primera experiencia, importante del espectáculo globalizado; para decaer inmediatamente; así, el intento, logrado a medias y en general fallido, de los Estados Unidos de globalizar la pasión por el beisbol; hasta la hora presente en que la fuerza de otro imperio, el inglés, y su siembra en países distintos como Brasil o Argentina, logra la hazaña de un juego mundial que levante los más apasionados vítores en todos los lados del planeta, y quizás, pronto, más allá, en una eficiente fábrica de héroes que mantiene viva la hoguera del fervor; y que se ensambla como la más profunda proeza articulada a las pulsiones de la economía mundial.
La fiebre del juego cubre hoy el globo como si de una atmósfera superpuesta se tratara, y hace del pequeño y herido planeta tierra lo más parecido a un balón de fútbol. Para llegar a esta intensidad, al borde mismo del delirio, tuvo que vencer sin embargo, indiferencias y negociaciones. Ya Borges decía del fútbol que era un juego de idiotas; y Spencer, en sus Principios de Psicología,  describía el instinto del juego, manifestándose de una forma superior en el arte, e inferior, en el deporte.

Si, como han puesto en evidencia las teorías modernas del juego, de Huizinga a Divignard, de Heidegger a Gadamer, de Fink a Caillois, el juego brota de las entrañas mismas de la cultura como uno de los impulsos hacia el goce desinteresado y la felicidad; y en ella, la literatura y el arte, como lo intuye Nietzsche, nos dan la experiencia plena del juego en el milagro de la experiencia estética, quizás la revolución de la lectura del siglo XIX en Europa, tal como lo señalara Habermas, que se proponía la constitución del ciudadano por la experiencia de la lectura, y la afirmación de un Lautreamont de que la poesía debía ser hecha por todos, han sido hermosas aspiraciones hacia una experiencia global del juego estético. De allí que, más realista, Juan Ramón Jiménez hablaba de una inmensa minoría, para referirse a los amantes de la poesía.
La forma inferior del juego, según la expresión de Spencer, el deporte y, en él, el fútbol, por el contrario, parece alcanzar la aspiración de todos, pero no en la delimitación de ciudadanía, sino en la presencia ciega e indiferencia de las masas. Quizás esa presencia ciega hace del todo más fácilmente manipulable por las implacables manos ordeñadoras del mercado.
La presencia aluvional, hoy, del espectáculo, arrasa con todo, y testimonio de ese desplazamiento hacia la euforia (antes de la euforia en sí) lo dan escritores como Camus o Cela, Grass o Mahfoul, Kazaburo Oé o García Márquez. No parece quedar nadie que no se rinda al fervor, y así parecen testimoniarlo libros como el del alemán Hans Ulrico Gumbrocht, Elogio de la belleza atlética (Katz, 2006), quien, recordando los inolvidables movimientos de Pelé y Maradonna, de Beckenbauer y Zidane, nos habla extensamente de la alegría del juego, de su música, de su representación como la mágica instantaneidad de una gesta; el libro del periodista Jorge Omar Pérez, Los Nobel del Fútbol (Meteora, 2006), que reúne veinticinco testimonios literarios del juego, de Camus a Alberti, de Miguel Hernández a Kabokov, quienes testimonian la belleza de la conjunción del dominio del cuerpo y el espíritu que la cancha pone en escena; así Dios es redondo (Anagrama, 2006), de Juan Villoro, cronista de un continuado estupor por la danza de los jugadores y los arabescos de la pelota; y por sensibilidad que brota de esa pasión que parece transformar o por lo menos agrega un nuevo misterio a la intensidad pasional del género humano. Dice Villoro: (Este libro) “no es un libro de historia del deporte, ni una valoración de sus logros, sino una exploración narrativa de las pasiones que suscita”. 
La pasión por el futbol es planetaria. Su fiebre parece haber atravesado todos los corazones, o casi todos. Como en Muebles el Canario, cuento de Felisberto Hernández, sorprende que alguien haya quedado sin ser inyectado; o que proteste por ello. Parece que no han quedado fieles de aquellas primeras y políticamente incorrectas valoraciones borgianas del futbol. O quizás sí, y viven mimetizándose, tratando de pasar desapercibidos ante ese ojo de Dios que es hoy, la pasión por el fútbol. No nos encontrarán.  
Fuente: Texto tomado de la desaparecida Revista Ángulos, Nº 14, 2007.