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Literatura y comunicación
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jueves, marzo 25, 2010

Las manos de Manuel de La Fuente

Por Ednodio Quintero


La tarde del 1º de enero de este año tenía yo una cita con mi amigo Manuel de La Fuente, a la que acudí con puntualidad. Me acompañaron mi sobrina Tachi y mi amiga japonesa Arisa, quienes pasaban sus vacaciones navideñas en la ciudad serrana, a la que he rebautizado desde hace mucho tiempo como Mérida, mi herida.
Manolo nos estaba esperando, y con la sonrisa encantadora y la afabilidad que siempre lo caracterizaron nos abrió sus brazos y el amplio y gauidiesco portón de su casa-taller-museo (“Gades”, como su ciudad natal) en Santa María Sur, justo al lado de la Escuela de Arte de la ULA.
Pasamos con Manuel una tarde serena y esplendorosa, inolvidable. Recorrimos los espacios de la que fuera su residencia familiar hasta hacía unos pocos meses, rediseñada ahora como taller-museo, admirando la cuidadosa selección de obras que había hecho el mismo artista con rigurosidad y devoción como si quisiera dejar constancia, para los tiempos por venir, de su propio rostro tallado en la más noble de las piedras, surcado por las nítidas líneas de la experiencia y el oficio, como cuchilladas de luz.



De aquella visita memorable, que se prolongó hasta la llegada de la oscuridad, podría escribir un libro entero. Me limitaré por ahora a señalar un aspecto de la obra de Manuel de La Fuente que siempre me ha llamado la atención, asunto que en varias ocasiones lo había comentado con él mismo. Seguro que la tarde del 1º de enero improvisé frente a las encantadas Tachi y Arisa y delante de un Manolo sonriente una mini conferencia sobre el tema. Luego en el fatídico febrero cuando Manuel cayó enfermo, una tarde en la Clínica Albarregas, ante los requerimientos de la bella y fiel Yoli entré a la habitación 103 y sostuve con Manuel y con su hijo Fidias una animada conversación, y volví como una porfiada peonza  al tema: las manos benditas de Manuel de La Fuente.

El escultor trabaja con las manos. Alguien me dirá que también con el cerebro y la voluntad y no sé qué más. Le responderé que sí, por supuesto, señor, usted tiene toda la razón, pero también el escultor trabaja con los codos, el ojo avizor, la médula de los huesos y el corazón. Pero las manos son en esencia el instrumento del creador, más en concreto los dedos, en particular el pulgar, el índice y el mayor. Ellos van acariciando y amasando la arcilla, esa sustancia noble y maleable y sedosa, como si se tratara de la delicada piel de la mujer amada. Ellos van extrayendo de aquella materia, derivada como una leche negra y espesa de la madre tierra, formas diversas: una flor, el rostro de un niño, un par de senos olorosos a laurel, un ojo de buey, un caballo desbocado y sin jinete, los pies de Fumiko y un dragón.
El escultor cuando trabaja y amasa y acaricia y da forma a la arcilla juega a ser Dios. No debe ser casual que en el Gran Libro que ha servido de guía durante más de 20 siglos a millones de creyentes, en su mito de la Creación el Dios moldea una figura muy similar a las que vemos a diario en las calles, cafés, centros comerciales, autobuses y vecindarios, y con un soplo fenomenal lo insufla de vida.
De la misma manera Manuel de La Fuente, el grandísimo escultor, al término de su labor creativa daba vida a sus criaturas. Y como verán los que se acerquen a esta foto que le hice a Manolo a las 4:55 del 1º de enero, las manos bendecidas del artista seguirán acariciando a una de sus bellas creaciones hasta la eternidad.

Mérida, 21 de marzo de 2010.


Imágenes: 1) Las Manos de Manuel de La Fuente. Foto: Ednodio Quintero
2) Manuel de La FuenteFoto: Ednodio Quintero