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Literatura y comunicación
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viernes, junio 25, 2010

EL PITAZO FINAL

Rosa Ángela M. El Zelah P.


 
 Ya habían transcurrido los cuarenta y cinco minutos de la primera parte, y apenas diez de la segunda. Los latidos de los fanáticos parecían una orquesta de silbidos entonados a ritmo para acompañar al equipo. Todas las miradas estaban en la cancha. En la tribuna Oeste, el corazón de Juan Pérez cesaba el latido poco a poco mientras sentía una fuerte presión en el lado izquierdo del pecho. El delantero acomodó el balón para patear el tiro libre, y cuando el árbitro sopló su silbato, disparó un golazo. Juan Pérez dio un salto y lanzó un grito cargado de dolor, tuvo que sentarse. En el estadio se respiraba la alegría del triunfo y los fanáticos coreaban cánticos de victoria. El balón seguía en juego en la cancha, cuando el equipo contrario traspasó las redes que cuidaba nuestro arquero y el partido quedó empatado. Faltaba poco para el final del encuentro y era un juego decisivo para ambas selecciones. El alma de Juan Pérez estaba en la cancha, desde la tribuna Oeste miraba concentrado el partido con la mano derecha sobre el pecho como si pudiera calmar el dolor. El color de su cara era tan blanco como la camiseta del otro equipo. El árbitro dio tres minutos de reposición, faltando apenas un minuto para el final del encuentro Juan Pérez miraba rápidamente a diestra y siniestra, con su mano derecha se jalaba el cuello de la franela que representaba a su equipo mientras los segundos pasaban y su corazón iba deteniéndose. El puntero izquierdo burló a los defensas y llegó solo a la arquería contraria, como en cámara lenta pateó con su pierna derecha el balón que entró como un rayo en las redes, pasando por un lado del arquero. Todo el estadio saltó y se escuchó un grito que retumbó en todo el país: era la voz de Juan Pérez que después de la celebración de la victoria, dio su último suspiro y su rostro dibujó la última sonrisa.

jueves, junio 10, 2010

El Césped

Un relato de Mario Benedetti




El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular, aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizás crean que, con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de ballet. Quien es derrumbado, cae seguramente sobre un colchón de plumas, y si se toma, doliéndose un tobillo, es porque el gesto forma parte de una patonomía mayor. Además, cobran mucho dinero simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse uno sobre otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos, cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuesta. Desde la tribuna es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo después, cuando el balón brinca ya en las redes, no alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al otro palo, en un larde de masoquismo o venalidad o estupidez congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una época en que había un centre-half y un centre-foeward, cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el juego en serio y no jugando a jugar, como ahora ¿no? El espectador veterano sabe que cuando el fútbol se convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling en finta y el centre-half en volante y el centre foward en alma en pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que muchos lleven al estadio sus radios o transistores, ya que al menos quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan ¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y están bien. Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor idóneo sigue colgado de la o de goooooool, que en realidad es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas las otras, eligió la cabeza. Y cuando el locutor idóneo llega por fin al desenlace de la ele final de su gooooooool privado, ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece ¿por qué no? al locatario. Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo alto. 


Fuente: Despistes y franquezas. Alfaguara 1996. 

jueves, junio 03, 2010

Dios es redondo

Por Víctor Bravo
Editorial El otro el mismo


El fútbol parece cumplir a la perfección con uno de los más terribles poderes del mundo globalizado: inducir una misma y simultánea experiencia planetaria. Es tan contundente la marea festiva de la masa que quizás nunca como hoy ha existido una actitud tan políticamente correcta como la de ser un hincha, un fanático o como se les llame a los tocados por la fiebre bolompédica.  
La difusión de la radio y luego la televisión exigió la conformación de un espectáculo de masas en una escala muy superior a la representación del circo que se expandía con los medios a la mano: la trashumancia de ciudad en ciudad: la llegada y la convocatoria, por medio de un desfile en las calles, al espectáculo. Junto a las figuras del espectáculo musical que llegaron a constituirse en figuras míticas (así por ejemplo Carlos Gardel o Daniel Santos), y las figuras creadas y difundidas por el cine naciente, el espectáculo del juego empezó a ser inducido por las grandes potencias como gran espectáculo de masas. Así, el boxeo, que con Muhammd Alí, el 25 de febrero de 1965, primero, cuando gana por KO a Sonny Liston; y, el 30 de octubre de 1974, cuando reconquista el título, también por KO, ante George Foreman, visto por televisión por millones de personas en el planeta, nos da la primera experiencia, importante del espectáculo globalizado; para decaer inmediatamente; así, el intento, logrado a medias y en general fallido, de los Estados Unidos de globalizar la pasión por el beisbol; hasta la hora presente en que la fuerza de otro imperio, el inglés, y su siembra en países distintos como Brasil o Argentina, logra la hazaña de un juego mundial que levante los más apasionados vítores en todos los lados del planeta, y quizás, pronto, más allá, en una eficiente fábrica de héroes que mantiene viva la hoguera del fervor; y que se ensambla como la más profunda proeza articulada a las pulsiones de la economía mundial.
La fiebre del juego cubre hoy el globo como si de una atmósfera superpuesta se tratara, y hace del pequeño y herido planeta tierra lo más parecido a un balón de fútbol. Para llegar a esta intensidad, al borde mismo del delirio, tuvo que vencer sin embargo, indiferencias y negociaciones. Ya Borges decía del fútbol que era un juego de idiotas; y Spencer, en sus Principios de Psicología,  describía el instinto del juego, manifestándose de una forma superior en el arte, e inferior, en el deporte.

Si, como han puesto en evidencia las teorías modernas del juego, de Huizinga a Divignard, de Heidegger a Gadamer, de Fink a Caillois, el juego brota de las entrañas mismas de la cultura como uno de los impulsos hacia el goce desinteresado y la felicidad; y en ella, la literatura y el arte, como lo intuye Nietzsche, nos dan la experiencia plena del juego en el milagro de la experiencia estética, quizás la revolución de la lectura del siglo XIX en Europa, tal como lo señalara Habermas, que se proponía la constitución del ciudadano por la experiencia de la lectura, y la afirmación de un Lautreamont de que la poesía debía ser hecha por todos, han sido hermosas aspiraciones hacia una experiencia global del juego estético. De allí que, más realista, Juan Ramón Jiménez hablaba de una inmensa minoría, para referirse a los amantes de la poesía.
La forma inferior del juego, según la expresión de Spencer, el deporte y, en él, el fútbol, por el contrario, parece alcanzar la aspiración de todos, pero no en la delimitación de ciudadanía, sino en la presencia ciega e indiferencia de las masas. Quizás esa presencia ciega hace del todo más fácilmente manipulable por las implacables manos ordeñadoras del mercado.
La presencia aluvional, hoy, del espectáculo, arrasa con todo, y testimonio de ese desplazamiento hacia la euforia (antes de la euforia en sí) lo dan escritores como Camus o Cela, Grass o Mahfoul, Kazaburo Oé o García Márquez. No parece quedar nadie que no se rinda al fervor, y así parecen testimoniarlo libros como el del alemán Hans Ulrico Gumbrocht, Elogio de la belleza atlética (Katz, 2006), quien, recordando los inolvidables movimientos de Pelé y Maradonna, de Beckenbauer y Zidane, nos habla extensamente de la alegría del juego, de su música, de su representación como la mágica instantaneidad de una gesta; el libro del periodista Jorge Omar Pérez, Los Nobel del Fútbol (Meteora, 2006), que reúne veinticinco testimonios literarios del juego, de Camus a Alberti, de Miguel Hernández a Kabokov, quienes testimonian la belleza de la conjunción del dominio del cuerpo y el espíritu que la cancha pone en escena; así Dios es redondo (Anagrama, 2006), de Juan Villoro, cronista de un continuado estupor por la danza de los jugadores y los arabescos de la pelota; y por sensibilidad que brota de esa pasión que parece transformar o por lo menos agrega un nuevo misterio a la intensidad pasional del género humano. Dice Villoro: (Este libro) “no es un libro de historia del deporte, ni una valoración de sus logros, sino una exploración narrativa de las pasiones que suscita”. 
La pasión por el futbol es planetaria. Su fiebre parece haber atravesado todos los corazones, o casi todos. Como en Muebles el Canario, cuento de Felisberto Hernández, sorprende que alguien haya quedado sin ser inyectado; o que proteste por ello. Parece que no han quedado fieles de aquellas primeras y políticamente incorrectas valoraciones borgianas del futbol. O quizás sí, y viven mimetizándose, tratando de pasar desapercibidos ante ese ojo de Dios que es hoy, la pasión por el fútbol. No nos encontrarán.  
Fuente: Texto tomado de la desaparecida Revista Ángulos, Nº 14, 2007.