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Literatura y comunicación

martes, noviembre 17, 2009

Lecturas Andinas

Enrique Vila-Matas
(Extrañas notas de Laboratorio, El otro, el mismo, 2007)





En el avión, que salió puntual de Caracas, terminé de leer, entre inquietantes turbulencias, Historias de la marcha a pie, una novela de la escritora venezolana Victoria de Stefano, una novela que uno tiene la impresión de que debe ser leída con la misma venturosa ilusión con la que uno se lanza a un viaje en toda línea, dejándose llevar hasta el final, “de haber un final, cualquier final”. Mientras terminaba el libro, pensé que un lector ideal de esa novela sería Peter Handke. Le imaginé magnetizado tras la lectura del libro de Victoria de Stefano.

Al aterrizar en la ciudad de Mérida, el libro estaba terminado y yo me sentía invadido por cierta ambigua sensación de felicidad. Me parecía a aquel personaje de un cuento de Nabokov que dice que su felicidad es un desafío. Y así, al pisar la bella Mérida, bajo el influjo de la lectura de Stefano, empecé a deambular por las calles y plazas de esa ciudad llevando orgulloso sobre mis hombros cierta inefable felicidad. Esa insensata sensación se intensificó al encontrar a los viejos amigos, al novelista Ednodio Quintero (de quien leería después, en la soledad del Hotel los Frailes, más allá de Mucuchíes, El diablo en casa, una pequeña obra maestra, libro todavía inédito a la espera de editorial) y a Diómedes Cordero, fanático de la lectura y lúcido crítico de cuanto lee, no perdona una.

Mérida está situada en el corazón de los Andes venezolanos, sobre una meseta que forma una ligera pendiente a los pies de Sierra Nevada. Es una ciudad tranquila, a veces parece el último rincón del mundo. Mérida te da sorpresas. Yo allí, en la Avenida 3 esquina Calle 16, he visto “El aleph” de Borges. Por motivos que no se me escapan, siento una irresistible atracción por Mérida. El exagerado Diómedes Cordero diría que en realidad estoy siempre en ella. Mérida también es exagerada, es una ciudad especializada en batir récords, pues en ella está el teleférico más alto del mundo y hay una heladería que está en Guinnes de los récords por tener helados de más sabores que ningún otro lugar del mundo: actualmente tiene 750 sabores; entre ellos, helados de cerveza, de ajo, de beicon, de frijoles, de espaguetis, de remolacha. Y en la ciudad hay setenta cibercafés, lo que para una población de cien mil personas no deja de ser sorprendente.



Instalado en el hotel Chama, con la felicidad como desafío, leí la primera noche un libro encontrado en una tienda del hotel de Caracas. Hacía tiempo que quería leer a Rodrigo Rey Sosa y debo confesar que ningún lugar sagrado, me impresionó por la sutileza y la extrema intensidad de algunos de sus relatos---pienso sobre todo en el inolvidable “La niña que no tuve”. A El factor de Borges, el libro de Nicolás Helft y Alan Pauls, también quiero aplicarle el adjetivo de inolvidable. Hasta este espléndido ensayo ilustrado. Pienso leer todo lo que encuentre de Alan Pauls. En el libro hay capítulos geniales, como el dedicado al parasitismo literario del autor de “El aleph”. Ahí se cuenta cómo un tal Ramón Doll, en 1933, en su libro Policía intelectual, criticó la escritura de Borges acusándola de abusar de las cosas ajenas y de repetir y degradar lo que repetía, acusó a Borges de parásito literario. Es muy probable, dice Pauls, que Borges, contra toda expectativa de Doll, no desaprobara la acusación; es más, con su astucia característica – la de los que reciclan los golpes del enemigo para fortalecer los propios- , es muy posible que no rechazara la condena de Doll, sino que la convirtiera--la revirtiera-- en un programa artístico propio. Favores que te puede hacer un crítico feroz o tu peor enemigo. ¿Qué es Pierre Menard si no la apoteosis del parasitismo?

Si el libro de Pauls lo encontré en Temas, a cuatro pasos del aleph de Mérida, el de César Aira me esperaba en Ludens, la librería de al lado. De este libro de Aira, Diccionario de autores latinoamericanos, había ya oído hablar, y no demasiado bien. Me habían dicho que en él estaba ausente el genio de Aira, pero la verdad es que el libro vale la pena, uno redescubre el curioso placer que hay en lo heterogéneo, ese placer que encontraba Borges en los índices, en los atlas, en los diccionarios. También es cierto que una lectura atenta de este libro puede acabar deprimiendo al lector, ya que en él aparece un altísimo porcentaje de extravagantes y desgraciadas biografías de escritores. Uno lee el diccionario de Aira y lo primero que decide es no ser escritor latinoamericano nunca. El humor de Aira hace el resto. El humor de Aira – como si fuera el de un personaje del mexicano Efrén Hernández, aquel que retrataba gente sonámbula, que dormía y se despertaba sin ley, que aparecía de pronto y poco después se perdía- aparece cuando uno menos lo espera y te deja una risa helada, apunto de hacerte monja. Con el apartado dedicado a la letra H, por ejemplo, por poco me muero de la risa o entro en un convento. En la sección H está condensado el diccionario entero. Imposible olvidar al argentino Eduardo Holmberg y su personaje, el doctor Tímpano, que descubrió que en la cera de las orejas se acumulan todos los sonidos que pueden recuperarse. En fin. Recuperadas quedan aquí algunas lecturas andinas y ciertos recuerdos en Mérida, esa ciudad en la que está el otro aleph, en la Avenida 3, esquina Calle 16. Repito la dirección porque me acuerdo de aquel periodista bonaerense que le dijo a Borges: “Pues yo pensé que era verdad lo de su aleph, porque usted había puesto el nombre de la calle”.
Octubre de 2001

jueves, noviembre 12, 2009

ALABASTRO

Por Román Cortázar Aranda
Director de El Grito (México)



Homero fue el primer gran editor de la literatura occidental porque comprendió que la palabra escrita, a diferencia de la palabra oral, se halla abierta a los pormenores del infinito. Así fijó en letra, amañó y limó, los poemas que antaño había fijado en el viento la voz. Homero fue el primer gran poeta de la literatura occidental porque descubrió que su imaginación era no sólo capaz de editar los poemas que habían sido cantados desde 1180 a. de C., sino que podía añadirles, por lo menos cuatrocientos años después, aventuras y personajes puramente ficticios.


Homero, el hombre (o la mujer, si hemos de creerle a Samuel Butler y Robert Graves), vislumbró que se apagaba su voz en la nada y se volvían pálidas las palabras que cantaba. Entonces llevó los sonidos del viento a la hoja. Pero Homero no sabía escribir. George Steiner, con inteligencia delicada, nos dice que no es necesario creer que Homero fuera un hombre ilustrado. Habría dictado ambos poemas a un escriba. Pero Steiner aun va más allá: “me atrevería a asegurar que la antigua y persistente tradición de su ceguera está relacionada con este punto probable. Deseando ocultar a una época posterior y más crítica este defecto técnico del maestro ―la vergüenza del analfabetismo―, los Homéridas lo describieron ciego”.

Como Homero el ciego, la crítica literaria no ha podido escribir lo que ocurrió en esa misteriosa noche que separa la Ilíada y la Odisea. Porque a Aquiles lo domina la risa y a Ulises ―u Odiseo― la sonrisa. Aquél es alegre brutalidad; éste, ironía pura y fría. Aquél es Edad de Bronce; éste, los primeros rayos del alba presocrática.

En un ensayo espléndido, Ítalo Calvino traba lucha con el esquivo Ulises y arroja un ancla en su umbroso periplo. Nos dice que el héroe siempre batalla con la desmemoria: el loto, las drogas de Cirse, el canto de las sirenas. En una palabra: no debe olvidar la Odisea.

Para Edoardo Sanguineti, el de Ulises no es un viaje de ida, sino un viaje de vuelta. Por lo tanto, “el futuro que Ulises va buscando es entonces, en realidad, su pasado”. Vemos no una simple regresión sino una restauración. Ésta se apresura cuando Euriclea, el ama de llaves, reconoce al héroe oculto en un disfraz de mendigo. Lo reconoce al bañarlo. Lo denuncia la piel: la huella de los dientes de un jabalí. El signo de la restauración es entonces la cicatriz. Con su regreso y victoria final, Ulises restablece el orden ideal en, por lo menos, dos sentidos: el interior y el social. Supongo que esto pensaba Calvino cuando escribió que la memoria sólo cuenta si reúne pasado y futuro, “devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir”.

Muchos siglos después, en 1868, un fabuloso dramaturgo noruego, Henrik Ibsen, publicó una nueva versión de la Odisea. Ulises adopta en esta obra, una de las más grandes de la literatura, el nombre de Peer Gynt. Es un canalla adorable que aspira al título de Emperador de Sí Mismo. Como sería de esperarse, también hay un reconocimiento. Su signo es una cebolla. Pues bien: a propósito de la cicatriz de Ulises, Erich Auerbach observa que el inventor del caballo de Troya “es completamente el mismo al regreso que cuando, dos décadas antes, abandonó Ítaca”. La Odisea, por tanto, habría sido tan solo una gran aventura geográfica. Pero deberán pasar muchos años aún para que la Odisea se exprese en un lugar inmaterial. En la región interior, entre fantasmas oscuros.





Es plausible que la cicatriz sea una marca no sólo corporal. Mañoso y astuto, el héroe alcanza sin embargo un protagonismo mediocre en la Ilíada. Lo hace voluntariamente. En ese mundo bárbaro y brutal, su fama de taimado contrasta con la dignidad de los guerreros que prefieren, antes que el ejercicio del ardid y el doblez, morder el polvo a la manera de Héctor, revolcándose en su propia sangre. Alfonso Reyes nos dice que Autólico, “en recuerdo de sus peripecias y su propio renombre, bautizó al nieto y le dio el nombre de Odiseo”. Es decir: el “odiado”. Autólico era otro rufián experto en el engaño y el hurto.
Pero la cicatriz es aún más honda. Para Sanguineti, se trata de la repetición. Puede ser que tenga razón. Por lo menos Dante así lo registró en su Comedia. Virgilio y Dante llegan a una hoya. Luego ven muchos fuegos y, adentro de los fuegos, las almas de los engañadores. En dos de ellas se hallan Diomedes y Ulises, los embaucadores más legendarios. Virgilio les habla. Virgilio, no Dante. Ya Borges nos ha explicado la razón: Dante no es nadie, no ha escrito aún su Comedia. Virgilio les pide que le cuenten cómo murieron y entonces, desde lo hondo de una llama, habla la voz de Ulises. Ulises no tiene rostro, sólo sus hazañas. Ulises dejó a Penélope para emprender su último viaje. Inflamó a sus viejos compañeros con palabras nobles. Les dijo que son hombres, no bestias, que nacieron para conocer y para comprender. Y emprendieron la exploración del hemisferio austral. La voz de fuego de Ulises, una vez más, no olvida.

En alguna página, Steiner se pregunta qué sucede cuando leemos la Ilíada con los ojos de Ulises. Ante las variaciones estilísticas y aun las diferentes visiones del mundo, desarrolla una idea: que Homero fue el compilador de la Ilíada y el autor de la Odisea. Creo que las páginas más nobles de la crítica literaria siguen siendo insuficientes para contarnos lo acontecido. Creo que no la crítica sino la poesía zanjará el asunto algún día. Añadiré que fue el poema dramático de Ibsen el que continuó y completó la obra de Homero. Al regresar a casa luego de tantos años de ausencia, un viejo y cansado Peer Gynt se enfrenta al diablo deshojando una cebolla; se da cuenta entonces de que él mismo ―como Ulises ante Polifemo― es Nadie. Como la cebolla, él no tiene centro. En su corazón palpita la nada. Tenemos, pues, nuestra moderna Odisea espiritual.