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Literatura y comunicación

sábado, octubre 10, 2009

Viaje al Eterno Retorno

El País de la Canela
William Ospina
Monte Ávila, Caracas, 2009. 257 pp.

Una reseña de Nancy Audilmar Moreno
Pasante de Letras, ULA (Mérida-Venezuela)

La novela El País de la Canela de William Ospina (Padua, Colombia, 1954), ganadora del premio de novela “Rómulo Gallegos” 2009, refleja la época de la conquista española a partir de 1540, en especial la realizada por los hermanos Pizarro en Perú. Comienza con la conquista de ese país, tierra sagrada de los Incas, gobernada por Francisco Pizarro. Continúa con la profanación y saqueo de Cuzco por Hernando Pizarro y Gonzalo Pizarro. Este último encaminó el proyecto de conquistar la tierra inexplorada donde se creía que abundaba la canela, que tenía el mismo valor comercial que los minerales preciosos.

De esta obra se desprenden dos historias sustanciales: la conquista realizada por los Pizarro y la aventura del joven Medina Aguilar, que siguió los pasos de su padre para encontrar su herencia. La aventura le permitió darse cuenta de la cruda realidad en la que había vivido su padre y la que se continuaba viviendo, habiendo presenciado la crueldad, la avaricia, y las cosas más hostiles que pueden suceder en la vida.

Los sucesos que se plasman en esta obra parten de una realidad del pasado, pero emergen de la creatividad narrativa del autor que enfoca cada uno de los lugares que conforman las tierras americanas, en especial la Amazonia, la invasión de Perú, Cuzco, Valdivia, Guayaquil, los montes nevados de Quito, Panamá, la Nueva Andalucía, Cuba y por último Margarita. Además nos invita a reflexionar acerca del pulmón vegetal más grande del mundo, al cual la mano depredadora del hombre no cesa de atacar. También se percibe la añoranza por aquella madre-nodriza que le brindó al protagonista toda la atención en su niñez, y de la que renegó por el hecho de formar parte de una raza indígena que rompe con la herencia de su clase castiza. Este hecho lo indujo a reflexionar más adelante y a reconsiderar sus raíces genéticas, cuando masacran a los cuatro mil indios que los ayudaban en la expedición.



Entre los hechos resaltantes de la novela tenemos el mundo cosmogónico de los indígenas, el choque entre las dos culturas: la nativa que preservaba la historia de forma oral y la invasora de forma escrita, y finalmente la comunicación entre invasores y nativos. No sólo se trata de la conquista en sí sino también de familiarizarse con lo desconocido y a su vez integrarse a las diferencias de usos y costumbres, historias y manera de pensar.

Identificamos en la obra símbolos mitológicos como: el jaguar, la serpiente, el cóndor y la piedra que tenían una significación puntual en la vida de la selva. Tenemos asimismo los manes: Manco Cápac y Mama Ocllo Huaco, considerados como dioses del sol, y también la leyenda de las amazonas "Hipólita y Pentesilea", relacionada por el explorador Fray Gaspar con el relato de que Tetis habitó estas tierras para depositar el cuerpo de su hijo Aquiles. En el imaginario indígena de la leyenda este reino era habitado por mujeres.

Finalmente, observamos que la obra aspira a convertirse en una reconstrucción filosófica del “Viaje al eterno Retorno” de Nietzche, que postula la teoría de que el hombre se encuentra en un continuo retorno hacia la búsqueda de la utopía, postulado éste que no se cumple en la novela, pues los expedicionarios no encuentran el País de la Canela. Sin embargo, persisten y regresan 20 años después llenos de esperanzas y anhelos en la consecución de sus proyectos.

viernes, septiembre 25, 2009

Mariela Álvarez: La mujer que se espera

Mariela Álvarez. Caracas 1947. “Esta mujer que camina de una manera que recuerda al “Vitral de mujer sola” (Correo del corazón) de Yolanda Pantin (“Un solo empujón bastaría para destruirla, tan frágil es el armazón de huesos y el envoltorio de músculos. Es vulnerable, pero camina entre los demás con la espalda derecha, fijos los ojos en un punto y sabe bien que sus pasos no la llevan a ninguna parte: ahí está la fuerza”, p. 51); que al tenderse funda el mundo en su torno; que espera y, sobre todo, se espera; que asume disfraces monjiles proponiendo la liturgia blasfema del sexo; que rechaza eventualmente una maternidad que no la prolonga; que quiere morir vieja y de pie, constituye uno de los retratos más cabales, más hondos y conmovedores- en su despojamiento- de la condición femenina entre nosotros, sea- dejo al lector escoger- narrativa o poesía en prosa”* .


Julio Miranda



(Textos de anatomía comparada)

La mujer se sienta en sus propias rodillas. Ha concertado una cita con la belleza y espera a que ésta se manifieste para someterla a un juicio imparcial.

Durante mucho tiempo la había imaginado como a una lata vacía que uno puede patear sobre los adoquines sin que tropiece, sin que se devuelva.

La belleza había sido entonces eso: un impulso inicial y luego parábolas, ecuaciones, fricción, caída, inmovilidad.

Una nueva patadita con el otro pie, y otra vez la maquinaria del milagro puesta en funcionamiento.

Pero a partir de un momento dado, esa estética de calle mal iluminada que de pronto se enciende, había dejado de convencerla.

Por eso, sentada en sus propias rodillas, recta la columna, con todos sus olores y sonidos, la mujer se espera.







Ella busca por primera vez la fuerza
De lo masculino y concibe un hijo
I Ching


(Textos de anatomía comparada)


Como los profetas, como los idotas sagrados o los ciegos que abdicaron sus ojos ante alguna evidencia, cada tanto surge la mujer que se niega a parir.
Años de gravidez le han conferido una inequívoca condición esférica.
De pie, sobre sus piernas cortas y varicosas, ella permanece sola en medio de un círculo de hombres silenciosos que le arrojan alternativamente piedras.
Acepto convertirme en un arquetipo sin solución de continuidad, acepto soportar por siempre un peso cada vez más fuerte, acepto al dragón-trueno que me mastica desde adentro y que juega al eterno viajero a costa de mi propia sustancia, comprendo que mis senos no pueden dar más que leche subterránea, pero juro tapiar agujeros y no dejar que salga ni siquiera un vagido.
Enorme, global, saturada de sales que bullen en su vientre como una retorta, no tiene más oficio que estar atenta al latido del feto milenario que la habita como a un palacio en permanente fiesta.
Piedad esculpida en el hueco de su propia pelvis, madre sin necesidad de brazos para acunar a su producto siempre recién elaborado, la obstinada mujer no acepta la publicidad histórica que le atribuye dones luminosos y la conmina a verla por algo que cada vez le pertenecería menos.




En los vaciaderos de piedras, en las afueras de una ciudad que se construye y se destruye después de cada estación, la mujer arrojó un pesado esqueleto.
Era su sueño.
Al despertar quiso conocer la relación entre lo soñado y un sí misma desvaído que pretendía imponerse incluso sobre las circunstancias. Nada le pareció más adecuado que buscar la clave en sus propios huesos, colosales estructuras de aire y esponja reproducidos hasta el cansancio en los manuales de anatomía y en los grabados hechos para las festividades de la muerte.
Importó una guadaña, y vestida con una túnica tejida en telares vacíos, se sentó a esperar una respuesta.
Comprendió entonces que para ella el horror estaba en la desintegración, en el acelerado deshacerse de la carne, y que una vez pelado el hueso, brillante al sol, fosforescente en la noche, era posible alcanzar reposo.
Pudo así regresar, sin tener que recurrir a los sueños como medio, a esos espacios de piedra donde ya había estado antes.