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Por Carolina Lozada
Dicen que la literatura puede funcionar como oráculo, como un vigía avizorador de futuras suertes o tempestades. No sé si la literatura tenga esa propiedad vidente; tal vez sea la historia del hombre la que le gusta armarse de reincidencias. Los ejemplos ocurren a diario, la historia es tan poco novedosa que no debería causar extrañeza el resurgimiento de antiguas ceremonias. En “El arquero dormido”, una de las ficciones breves de Ednodio Quintero (El arquero dormido. Caracas: Alfaguara, 2010), la premonición de un país asaltado—tomado se cumple en la suerte de Manuel, un Agrimensor que regresa a su casa y la encuentra tomada; un eufemismo literario para matizar algo mucho más contundente: la invasión.
Escrita en marzo de 2001 (cuando los verbos expropiar, censurar, invadir nos sonaban a muchos venezolanos como exagerados recursos lingüísticos usados para pronosticar futuras situaciones del poder desbordado, repetidos hasta el cansancio por un discurso histérico y televisado), la novela en miniatura de Ednodio Quintero explora el absurdo de una situación vivencial, padecida por un sujeto que se adentra a un terreno (antes propio) y que ahora le ha sido confiscado por el resentimiento atizado y la anarquía amparada bajo la égida de un delirio redentor:
Fue entonces cuando caí en la cuenta de los destrozos que la bruja y sus secuaces, los que fueran, habían causado en mi dulce hogar. Todo estaba roto y destripado, los muebles convertidos en astillas, los cuadros vueltos trizas, las cortinas rasgadas. La razzia, amigos míos, había sido total. Creo que Atila y sus huestes de hunos y de otros no lo hubieran hecho mejor, es decir peor. Con mis manías por el cálculo y la precisión estimé que semejante afán demoledor requería paciencia, saña y tiempo. Quién sabe desde cuándo se habían instalado los invasores en aquel lugar (pág. 278).
En adelante, Manuel tendrá que vérselas con un par de agresivas y enloquecidas mujeres en una particular convivencia, en la que el otrora propietario se convierte en una especie de burlado rehén:
−Explíqueme, señora, qué significa todo esto, ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué me amenaza?(…)
−Ay, caballero. No se me haga el pendejo. Que usted sabe muy bien cómo es el maní.
El maní es así, yo lo sabía. Y también sabía cómo se bate el cobre, a la hora de la venganza, en esta mierda de país. Pero nadie iba a impedir que yo siguiera representando mi papel, no importa que éste fuese el de un pendejo (págs. 280—281).
Como el Agrimensor de Kafka, Manuel llega a un lugar extraño, ajeno, donde es recibido con burla y amenazas de violencia; pero a diferencia del personaje del escritor checo, Manuel ha llegado a un sitio que antes le pertenecía, sólo que a su regreso se ha extranjerizado: “Andas por ahí, tranquilo y confiado, silbando bajito, rascándote la entrepierna, y de pronto, como lo más natural del mundo atraviesas una línea cualquiera, que puede ser el umbral de tu misma casa, y ya estás metido en un infierno de incertidumbre y desazón” (pág. 277). Esto es la irrupción de lo siniestro, señores, pasen y lean. Manuel no sabe cómo sucedió; sin embargo, su suspicacia recae sobre el sospechoso habitual, la fuerza acústica omnipresente: “Tendré que escribirle una carta abierta al Presidente reclamándole su conducta sospechosa e incluso su presunta complicidad, pues cada una de sus alocuciones televisivas o radiales es una invitación abierta a delinquir” (pág. 276). El propietario se convirtió, de golpe y porrazo, en forastero de su propio hogar, en prisionero de una ley caprichosa. Ahora está frente a un otro engrandecido, que explota con saña viejos resentimientos sociales. Y lo encuentra ahí, metido dentro de lo que era su hogar, escondido como un fantasma burlón. Ya no sólo voz: ahora cuerpo. Voces de enanas con risas de rata.
Las mujeres de “El arquero dormido”, especialmente la enana, me hicieron recordar la enana que se introduce por la ventana de la casa de sus benefactores, en Viridiana, la película de Buñuel, dando así pie al festín de los mendigos que terminará en el descontrol, la imposición de la anarquía, la apropiación, por un breve tiempo, del lugar de sus dueños, quienes los han acogido gracias a la caridad cristiana de la beata Viridiana, la misma que casi termina violada por uno de sus protegidos.
También encuentro una relación entre esta novela y el cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar, casualmente escrito en época del primer peronismo, con la salvedad de que en “Casa tomada” los dueños del lugar son echados al exterior; mientras que en “El arquero dormido” el dueño es obligado a quedarse en sus antiguos dominios, para presenciar el auge del descalabro. En la historia de Cortázar hay un ceder las llaves y cerrar las puertas; en Quintero hay un instalarse en ese espacio sórdido. Cosa curiosa, Julio Cortázar no soportó más las voces de los Perones en los altavoces y se fue a escuchar jazz en París; en cambio, Ednodio Quintero se ha ido quedando en los Andes, preparando mojo trujillano, a pesar de la insistencia de la presencia invasiva; aunque a veces lo seducen cerezos extranjeros.
Ilustración: Diane Arbus
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