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Por Jessica Andrea Labrador F.
Yo vi que Mata-Mata estaba en la orilla esperándome, que estaba chi’irécua esperándome con los cachetes marcados por la serpiente, con los collares cruzados en el pecho y las orejas abiertas por las pionias. Mis tres hijas cubrían solo las caderas de su cuerpo esperando a ser mujeres, para seguir la tradición de cocinar, cosechar y tener hijos. Yo vi que los ombligos de todos estaban tostados por el sol y el agua dulce, y la piel dibujada con los puntos rojos de los zancudos. En la cocina estaba el sapo negro flotando y las arañas calcinadas por el fuego, firmes sobre sus patas en la luna delgada de la yuca. Vi a Cuerpo Espín con arco y flecha amenazando a la danta que amenazaba la cosecha y la montaña de frutas ordenadas en la mesa piaroa, que es la tierra firme del Blanco. Mata-Mata estaba luego con el moriche ceñido al cuerpo en la danza negra que su máscara mostraba para que el dios apareciera en la caverna azul, como muestra del regreso del Cacique que había partido en busca de sustento… ¡ujú, yo era el Cacique! Yo había partido hace tiempo por el Ventuari para trabajar en una conquista que llamaban los Blancos del Sur. Ellos decían que era para beneficio de mi pueblo, que todo iba a hacer mejor porque todo iba a estar cerca y más barato, que tendríamos visitantes que nos pagarían por la selva y nuestros trabajos, que nuestro pueblo otra vez se mostraría a otro mundo para que no desapareciera olvidado en la selva. Por eso yo pasé al otro lado del Ventuari y así llegué a Manapiare, frente al cerro Morrocoy, pensando en estas cosas que te digo. Solo dos años iba a estar, pero a Manapiare llegó una irécua de otra selva. Ella decía que su selva era otro mundo, que lo había cruzado por un río más grande que el Manapiare y el Ventuari juntos, y que había llegado para darme comida y todo lo que un hombre necesitaba. Cuando le decía que tenía que volver, que chi’irécua -mi esposa- y mi pueblo me esperaban al otro lado del río, me daba una agua más amarga que el sarí -la bebida de mi pueblo- que me hacía olvidar todo. De nuevo pasaba más tiempo en la hamaca y sacando piedras que se llevaba el Blanco.
Un día irécua fue a orilla del río y la golpearon unas mujeres piaroas, porque decían que ella les robaba en las noches a sus maridos, y los tenía encerrados en su isode, allá en su casa, con la bebida amarga. Decían que los hombres no llevaban la comida, ni las veían a ellas desnudas en la hamaca porque nada más les gustaban los descansos de la mujer de esa otra selva lejana. Entonces un día estas mujeres piaroas la esperaron en el río, cuando ella iba a lavar la ropa, y la golpearon y la abandonaron, dicen, en lo profundo de la selva, allá de donde nadie sale. La mujer piaroa es fuerte, y no dejaron que entraran más mujeres de otras tierras sin su hombre, porque se llevaban a los hombres de ellas. Después que desapareció irécua yo partí de Manapiare.
En el viaje por el río uno recuerda cosas, como las que te digo, entonces vi que la abuela cantaba junto al fuego al ritmo de Mata-Mata, mientras los demás la miraban. Yo quería conseguir a todos a la orilla del río esperándome, pero cuando la curiara llegó al puerto inundado del Ventuari, chi’irécua se cubría las piernas con la tela azul y el pecho con la tela blanca, sin collares ni pionias, con el rostro negro por el sol y los ojos en la “Z” de un criollo que amenazaba a Pozo Terecay desde la pantalla de un televisor. Mis hijas vestían de pantalón con un hijo cada una que no tenía padre; la abuela había muerto, Cuerpo Espín preparaba un rifle para la danta y Mata-Mata sonaba las campanas de una iglesia, el único lugar donde ahora se reunía mi comunidad piaroa. Solo estaba una curiara a orilla del río, con los niños en caída libre, las tortugas en el fondo mientras los más jóvenes tomaban mañoco, sentados y riendo al lado de chi’irécua.
Foto: Jessica Labrador y José Alexander Bustamante
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