Por Ramón Uzcátegui Méndez
ramonu5@hotmail.com
A Blas Márquez Bernal,
desde esta orilla de la vida,
en un sueño de utopías compartidas.
Entré y me senté, justo donde estaba mi otro yo, sobre la barra de aquel lunático lugar que solían frecuentar todos los héroes de guerra, los intelectuales, artistas, filósofos, políticos, poetas, religiosos, gurús, chamanes… En fin, aquellos a quienes el mundo les había hecho beber el trago amargo de la desolación en su intento por aportar, con sus más originales contenidos, las teorías y los hallazgos para restablecer y conjugar, aun a costa de inventar nuevos verbos, el sentido más hondo de la existencia humana. El humo habanero, del Bar de la calle del siglo XXI, penetraba la piel de cada una de las utopías inmersas en las conciencias de aquellos hombres, que habían llegado como yo, de todos los rincones de la tierra; cargados de banderas y panfletos desteñidos por el viaje de sus sueños, donde proclamaban su País como leyendas dignas de representar las soluciones alternativas a los conflictos humanos, al derrumbe de los sueños amarillos. Uno de los filósofos, al cual le asignaron en la embajada de la utopía el número XX, se dirigió al grupo de los contertulios, diciendo: - ¡Queridos compañeros, nos encontramos en un terrible desfiladero existencial! – -¿Cómo puede decir eso?- respondió uno de los políticos marcado con el número XVIII. - Les anuncio que hemos llegado al pozo más hondo de una crisis que afecta, de forma desigual, a todos los continentes. Es una especie de hecatombe en el ojo del tiempo-. Replicó el filósofo. (“Empezar a gritar. Quedarse mudo. Empezar a llorar. Secarse el llanto...en un desierto de olas en racimo, en un vacío inerte, en un vacío...”) El murmullo en aquel bar se levantaba entre sonoros discursos como un vaho-ceniza que envejecía la conciencia más allá de los límites esperados... Una vez más, los planteamientos y las tendencias, las ideas y la percepción de las realidades del mundo confluían y se refractaban como líneas de luz sobre una lámina de espejo. ¡Un momento, compañeros! - Replicó uno de los poetas. - Las ideas, aún siendo de tendencias diferentes y de pliegues desiguales, no pueden apartarse de la condición humana: (Se poblaron mis bosques / de cavilaciones. /¿No tengo razones / para la utopía? La culpa fue mía / por dejar abierta / la risa y la puerta / de mi corazón herido). Yo vengo de Cuba, allí cortábamos con el sudor de los sueños desteñidos la caña colectiva en las sendas calcinadas de la revolución, pero un día nos dimos cuenta que la unidad de pensamiento, aún siendo diversos los anhelos, nos hacía resistir abrazados a las lunas erráticas... – Y continuó diciendo-: La utopía es auténtica cuando nos permite beber del propio pozo, a pequeños o a grandes sorbos, según la medida de la sed... y cuando no nos arrastra a la zafra del sufrimiento. La utopía debe confluir en el punto álgido de la existencia humana: el derecho a la vida y una vida digna por encima de todo. Fuera de esto, la utopía amarillea y se convierte en un mito, en azules cataratas de tristeza... ¿Renunciaremos al sueño colectivo de los ríos profundos que inunden los desiertos y las estepas y haga surgir la nueva flora de la igualdad, la justicia, la solidaridad...? -Culminó el poeta-. Con estas teorías, cada quien izaba su País como posibilidad alternativa al desfiladero del mundo. -Es acertado lo que has dicho. -Respondió un luterano congolés- Ahora, díganme ustedes, -¿cómo podríamos construir esa utopía en África? ¡Si cada año mueren cerca de 4 millones de niños! ¡Cuando la mayoría no pude asistir a la Escuela! ¡Cuando cerca de treinta y ocho millones mueren por el Sida! ¡Donde la población vive con menos de un dólar por día!...El tiempo no tiene ya la esfera donde reclinar sus horas. El silencio se dejó caer como un eco confundido sobre el aire de aquel lugar teñido de monóxido de carbono. Costaba respirar, pues la contaminación y el calentamiento global ya mostraban sus primeros efectos en la piel agrietada y envejecida de un planeta que un día fue azul... La ciudad era una montaña poliédrica de cemento. Era el monumento perfecto del desarrollo... Y el calor de aquella tarde invitaba a los utópicos a consumir más cerveza de lo debido. Con ademanes inciertos sobre el aire y las piernas cruzadas, con la pipa entre su boca, se levantó uno de los chamanes repleto de collares y zarcillos impresos de salitre y trópico caribeño, diciendo: -Es difícil salir de este destino, - ¡Con todo, los caracoles me indican que hay que esperar el próximo ciclo lunar para que las ideas estén más claras en lugar de ensombrecernos como hoy. -Concluyó el chamán-.
(He tejido de sueños los últimos corales
de mi sangre... Y la ternura frágil de aquel rostro
se recostó en los brazos de un ángel prisionero...)
Una ráfaga de viento humedecido desordenó los papeles de aquellas
mentes pensadoras, y en la sala el bullicio y los comentarios se
traspapelaban con una fingida inocencia...
Un antropólogo venido de América del Sur, que no tenía código
numeral designado, expresó:
-No tenemos tiempo-. El petróleo en nuestro País sigue descendiendo
de precio. Hoy en América Latina, perdemos las perspectivas
económicas. Pareciera que cargamos sobre nuestra historia un tiempo de
cadenas. La producción agrícola ha disminuido. Deberíamos retomar
nuestros ancestros y cultivar la capacidad de organización que tenían
nuestros indígenas. Nuestras etnias siguen siendo un ejemplo para el
mundo; no necesitamos de tanto confort para vivir-. Ahí están ellos,
resistentes a los nuevos colonizadores que siguen viniendo de todos
los rincones de la tierra en busca de El Dorado. Estoy seguro que
estos hijos de la tierra-madre sobrevivirán a todo esto. Ellos aún
siembran el maíz sin dañar los surcos, acarician la tierra con manos
temblorosas como se acaricia un cuerpo deseado con el tacto preciso y
generoso; tienen una cultura esperanzadora, abierta a la vida y
contemplativa, con la mirada prendida en un horizonte de lunas,
corales y curiaras ennoblecidas...; una cultura colmada de mitos y
leyendas, de tiempos circulares y aromas dulces... No queremos ya que
nos exploten, no queremos sobre nuestros pueblos ese capitalismo
salvaje que extermina la vida y nos sumerge en la desigualdad y en la
pobreza.
Así fueron conversando cada uno de los utópicos venidos de todas
partes. La tarde se hacía más calurosa y luego de haberse derramado
las corrientes teóricas de sus percepciones terminaban por levantar la
copa en nombre de la restauración. Pero un furor reprimido emborronó
el papel amarillo de aquella tarde deseada.
Desde la otra parte del mundo, la tecnología satelital transmitía en
la televisión de aquel “Bar del siglo XXI”, el encuentro de algunos
jefes de Estado que se encontraban en “La Cumbre Internacional por el
Planeta.”. Todos querían hacerse notar y el mundo se lo diputaban con
sus discursos. En sus gabardinas estaban impresos los números
cuánticos del conocimiento. Las monedas más fuertes con los sellos de
la utopía. Todos querían los continentes productivos, la caja, el ión,
los átomos de desarrollo, el árbol, la silla, el agua, el cofre, la
luna, el mar…, pero nunca los problemas de la vida y de los seres
menos favorecidos:
( ¿Qué mercancía es esa?¿Qué valor tiene en bolsa?)
(¿LA BOLSA O LA VIDA?)
Verticales sobre la plataforma de aquel salón, esperaban con ansias la
repartición del mundo. En ese momento entró una mariposa y despejé mi
concentración sobre otro punto, el de mi conciencia. Todos me miraron
y sintieron vergüenza de que los observara. Me retiré del televisor y
me ubiqué precisamente detrás de la puerta de salida del bar. Uno de
ellos, creo que fue el número XV, avisó a los otros sobre mi retirada
fingida. Por fin, ya no me miraron más, pero los observé peleándose
embriagados por aquella caja de salitre que estaba sobre el mostrador
del bar, donde acompañados de un pez sin escamas, un coral atardecido,
contenía rastros de la utopía... Se peleaban, atardecidos en mi
frente, como se pelean los hombres de África por un pedazo de pan y
una gota de lluvia, se peleaban como nos peleamos todos por tener la
razón, se peleaban por tantos discursos sin sentido, se peleaban por
descifrar cuál religión era la verdadera, se peleaban por descifrar
cuál creencia y tendencia era la que se implantaría en el Estado
político del Continente X.
(Esta tarde no tiene ya relieve... Estoy solo con un papel- ceniza
entre las manos...)
Los números colgados en el aire arrastraban los siglos y los hombres
más sobresalientes que se habían elegido en los pulsos sincrónicos de
la historia para restaurar las sociedades. Eran hombres venidos de
siglos medievales, modernos, vanguardistas, de élites y periferias; de
pensamientos complejos y específicos; de luchas que se ganan y que se
pierden; de tardes atómicas y campos de concentración; de jardines y
edenes maravillosos, pero también de abismos y vértigos profundos.
Esa mañana de abril, al levantarme, tomé mi cepillo de dientes. Como
pude, me ceñí el pantalón a la cintura y tomé una taza de café
recalentado. Salí a la realidad de la vida; habían matado a otro de
los del barrio... Tampoco fui a trabajar al “Bar del siglo XXI”, sólo
me dirigí a compartir con uno de los niños huérfanos del cerro. El
Barrio tenía en medio de sus sombras una pequeña luz tenue de
esperanza. Allí estaba la sal de la tierra, el pez sin escamas, un
coral atardecido... rastros de la utopía.
La gente comenzaba a despertar. El mundo parecía renacer desde sus
propias cenizas. También las madres, los niños, los estudiantes, los
catequistas, los llamados “malandros”, los sacerdotes, los políticos
socialistas, los médicos y hasta los perros callejeros trasnochados
por la luna.
(¿Arde la luz en este bosque alfabético de palabras finales?)
Todos estaban preparados para la gran tarea, para el trabajo colectivo
de la vida, para reparar los sueños rotos y purificar los anhelos
desteñidos, para sentarse en la mesa redonda del pueblo solidario. La
organización para luchar por la vida empezaba a resquebrajar los
viejos muros... Y si el pulso de esta sangre no me falla, los ríos de
la utopía empezarán a inundar nuestras calles, veredas y cerros, y
una aurora teñida de luces primigenias y aromas embriagadores bañará
de esperanza los rostros atardecidos de los que no tienen sitio en la
mesa carcomida del mercado. Y empezará a brotar de nuevo el árbol
inmenso de la vida, desnuda y palpitante como la vez primera, y Dios,
al atardecer, volverá a pasear por el jardín de nuestras calles de la
mano de los niños, como la vez primera y nadie sentirá vergüenza de
pasear desnudo por la plaza redonda de la vida, como la vez primera...
La tarde inclinó su rostro sobre el cielo. El vaivén de los pesares
dulces y los amigos circulares humedecieron las manos indulgentes...
Mi barrio jugaba entre la esperanza como una tierra nueva estremecida
de lunas y rosales... Ese día despejé sobre mi almohada otra canción
libre; había viajado en el arrecife del tiempo con sus signos
marchitos y jubilados. Pero, para aquellos que quieran seguir soñando,
les prometo que un día seremos libres en un sueño impreso de
humanidad, donde su bandera triunfante será siempre el beso de la
utopía. Y ésta será nuestra canción, la canción que marque para
siempre el tiempo nuevo, la canción que remará entre las olas de un
océano en flor y atardecido de corales:
“Bajemos del caballo a los jinetes
y el fuego abrasará todas las máscaras.
Podemos los rosales de la piel
y nacerá otra carne entre sus pliegues.
Borremos de la agenda la rutina
de la razón exacta
para iniciar de nuevo el rito de la sangre.
Desnudemos al viento las palabras
y hagamos un poema colectivo” (B.M.)
Imagen disponible en: http://www.definicionabc.com/general/utopia.php
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