El horror será mi responsabilidad hasta que se complete la
metamorfosis y el horror se transforme en claridad. No la claridad que
nace de un deseo de belleza y moralidad, como antes aun sin saberlo me
proponía; pero la claridad natural de lo que existe, y es esa claridad
natural la que me aterroriza. Aunque yo sepa que el horror —el horror
soy yo de frente de las cosas.
Clarice Lispector
Clarice Lispector
Clarice propone claramente en su obra un discurso vacilante, precario,
incompleto, de sentidos imprevistos, un discurso que arriesga el
propio ser y que, por lo tanto, se arriesga en la región del ser. Su
búsqueda no es la búsqueda de un lenguaje que “diga”; es la búsqueda
de una palabra que nombre lo que no es palabra, lo que no se dice.
Yhana Riobueno, Descentramientos y umbrales: una lectura de Clarice Lispector
No sabiendo, el sentimiento de la nada la puebla. La transición entre el horror y la claridad atraviesa la prosa de la novela, donde los matices, resquebraduras y cambios de las metamorfosis son descritos con precisión de pesadilla. El personaje que narra su metamorfosis en primera persona se ilumina a causa de una cucaracha moribunda. Su naturaleza y la naturaleza de la cucaracha se nivelan, y los dos entes se existen mutuamente porque son parte de la misma cosa, los entes son atravesados por lo neutro, por el presente, entra en cuenta de que es, y no hay otra cosa, se da cuenta que carece de todo, porque lo ha alcanzado todo. El horror de saberse presente puro siempre anterior a la muerte, y no ser más que eso y no otra cosa, la impulsa a los vacíos inmaculados de su conciencia fracturada. Se trata de un yo que es asaltado por la ausencia: El desierto (Ossott, 1979: 35). Y esa es precisamente la claridad de lo que existe, una existencia despojada de moral y belleza, los cuales son apenas adornos para tolerar el núcleo de la vida, la actualidad de la divinidad, el presente puro que precede todas las cosas. Veamos la descripción horrorosa de permanecer en el desierto, en donde la conciencia es disgregada, vuelta ruinas. Desde esa herida regresamos, con la locura o con la iluminación, en un abismarse peligroso en lo dilatado, en el espacio de la desmesura: Y en mi gran dilatación, yo estaba en el desierto. ¿Cómo explicarte? Estaba en el desierto como nunca estuve. Era un desierto que me llamaba como un cántico monótono y remoto llama. Estaba siendo seducida. E iba para esa locura promisoria. Pero mi miedo no era el de quien estuviera yendo hacia la locura, y sí hacia una verdad —mi miedo era el de tener una verdad que llegase a no querer, una verdad infamante que me hiciera reptar y ser del nivel de la cucaracha” (Lispector, 1969: 7).
El desierto es la consecuencia del éxtasis, la casa blanca que somos, la fundación de la carencia, la pérdida de la esperanza. El desierto es la iniciación de los abismados, de los místicos, de los santos. El horror es darse cuenta de nuestra naturaleza pre-humana. El desierto es la alegría sin esperanza. Con coraje se abandona la esperanza, de esas ansias de futuro, de promesa, se circunscribe la atención y la vitalidad al presente, al fluir presente, la actualidad quemante. Horror de saber que la nueva verdad te anulará la esperanza, la esperanza de cualquier verdad. Los animales no tienen esperanza, y ella se da cuenta en la comunión epifánica con la cucaracha: “Tengo miedo de que en ese núcleo no sepa más lo que es la esperanza”. (Lispector, 1969:71). Y desde el desierto nadie puede hablar, desde allí la claridad no viene del lenguaje sino del adentrarse en ese sentimiento de nada, de ser mudez para existir las cosas. Está hablando del presente, lo promisorio es rechazado, el desierto es la espera que espera no esperar nada más, no negar más, permanecer dentro de la cosa, dentro del dios, dentro de lo vivo:
Había sido obligada a entrar en el desierto para saber con horror que el desierto es vivo, para saber que una cucaracha es la vida. Había retrocedido hasta saber que en mí la vida más profunda está antes de lo humano —y para eso había tenido el coraje diabólico de abandonar los sentimientos. Había tenido que no dar valor humano a la vida para poder entender la generosidad, mucho más que humana, del Dios. ¿Había pedido la cosa más peligrosa y prohibida? ¿Habría exigido osadamente ver a Dios? (Lispector, 1969: 159)
El desierto es un sentimiento difícil de describir, porque primero se ha abandonado todos los sentimientos, se ha abandonado el logos, la palabra es un objeto polvoriento: “Había crecido en mí un sentimiento de gran espera, y una resignación sorprendida” (Lispector, 1969: 60). En el desierto se encuentra el ser en su crudeza, la materia es infernal porque es cruda, calmo horror de lo vivo, en un principio es opresión a la pervivencia en lo perecedero, el núcleo de la vida, a Dios. Y ver a Dios es quemarse. El desierto es el horror de la verdad, una verdad inmanente, no logocéntrica, un estado en que uno no tiene nada que ofrecer, nada que decir, se ha encarnado el silencio de las cosas en sí mismo, la extenuación de lo vivo constituye la única verdad. El sentimiento que más se acerca a la verdad es el horror, no saber a lo que uno se encamina. La seducción peligrosa de la locura. Pero Clarice trasciende todo esto con la comunión y la epifanía. Uno de los componentes del desierto es haber sido herido por la nada. Habitarla es un dolor inimaginable, saber que es nuestra cárcel y es lo que hace pervivir la claridad de lo que existe, como diría Clarice. Haber llegado allí, venir de allí, y no tener otra opción que entregarse al amor por lo neutro, por lo vivo. Incendiarse de nada es amar lo neutro, beber de las aguas iluminadas de Dios: La identidad me está prohibida pero mi amor es tan grande que no resistiré a mi voluntad de entrar en el tejido misterioso, en ese plasma de donde tal vez nunca más pueda salir. Mi creencia, sin embargo, es también tan profunda que, si no puedo salir, yo sé, incluso en mi nueva irrealidad el plasma del Dios estará en mi vida. (Lispector, 1969: 119)
Lo neutro es la muerte, momentánea dentro de la vida, de tanto ser silencio el presente, que la nada se vuelve elástica hasta abrazar el amor. Se desvela la verdadera naturaleza de lo existente que está antes de lo humano, la acumulación de vida que es la cucaracha, que no ha elegido y ha sido siempre lo que es. La revelación cruda de la vida es el amor. Aunque suene paradójico, la vida cruda de la materia, se entra en ella con haber matado, porque es como una muerte: despersonalizarse, perder la identidad, disgregar la conciencia, regresar al estado divino de los seres, la primaria vida. “Era como si yo ya hubiese muerto y diera los primeros pasos en otra vida” (Clarice, 1969: 15). Esa otra vida es el desierto, solo y con todas las cosas, precario y pobre de espíritu —como diría San Juan de la Cruz—, esa soledad, Clarice, la llama gloria divina primaria, una gloria que no se comprende, se padece, porque es amor a Dios. Cuando el horror se aclara se encuentra la gloria primaria, y ya no se niega ni se pide más. Estamos hablando del silencio, que es perdón tácito: (…) que lujoso es este silencio. Está acumulado de siglos. Es un silencio de cucaracha que mira. El mundo se me mira. Todo mira para todo, todo vive el otro; en este desierto las cosas saben las cosas. Las cosas saben tanto las cosas que a esto… a esto lo llamaré perdón, si quiero salvarme en el plano humano. Es el perdón en sí. Perdón es un atributo de la materia viva. (Clarice, 1969: 77)
Traición del yo y entrega total. Derrame tácito del pudor, apertura en crisis. En este espacio de lo innominado no hay retorno, es imposible volver de aquello que ha sido perdonado con todo el ser, el perdón es la comunión con lo sagrado. Nos condenamos en lo que es, desde el pacto infernal con la materia de lo vivo. La fidelidad eterna del santo, del místico; no hace falta comprender, basta con ver la vida y estar de acuerdo. Pero en el éxtasis el perdón es el silencio, el silencio es perdón, redención en lo vivo, reconciliación con la muerte, gloria, el amor más puro. Ser verdaderamente humano es permanecer en lo que es, nacer y morir, y regresar allí donde empieza lo nacido. Silencio y perdón es lo mismo, y si la vida es una acumulación de siglos de silencio, perdona desde siempre, ella es perdón naciendo la palabra que recobrará la mudez de la plegaria, el silencio de la cucaracha que mira, la plegaria neutra. La única forma de librarse del desierto, es humanizarse, abandonar el ser por la persona, nos dice Lispector lúcidamente. El desierto es la pérdida de la identidad por haber alcanzado el todo. La búsqueda de lo inexpresivo, lo diabólico, lo neutro y el silencio: el intervalo espacial entre todo lo que existe. La línea de misterio y fuego: la respiración: neutralidad viva. Lo más humano es el perdón, perdón a sí mismo es la vida. Transformación, silencio, nada viva, sueño; todo aquello que carece de nombre, de forma, de referente:
Pero acuérdate de que todo esto sucedía estando yo despierta e inmovilizada por la luz del día, y la verdad de un sueño estaba pasándose sin la anestesia de la noche. Duerme conmigo despierto, y sólo así podrás saber de mi sueño grande y sabrás lo que es el desierto vivo. (Lispector, 1969:109) Para conocer el desierto vivo es necesario haber salido del gran sueño, límpido y traslúcido, sin humanidad. Rozar la muerte con el amor es despertarse del sueño, entrar con los ojos ciegos en la consistencia del presente, ese desierto que calla aquello que fue perdido para siempre, la posibilidad de haber muerto eternamente, de habernos fundido en la incandescencia del silencio y desaparecer. Pero de allí volvemos, heridos por el ser, a la cotidianidad, conteniendo el clamor con coraje, con lo indecible, conservando el fuego del presente en las entrañas para devolvérsela a los hombres como una fruta de pulpa negra y ciega colgada de la ausencia: la mudez del origen, la única forma posible de hablar con Dios.
El desierto es no decir nada, no aproximarse a la palabra que no dice nada. Volver al instante ante de lo humano, lo humano es rehacer el primer silencio en sí mismo, y el silencio es la primera palabra, la única que debe ser nombrada para devolverle a los hombres la imagen de la divinidad reconciliada.
Los dos siguientes párrafos, de una belleza incomparable, exorcizan con lirismo el desierto:
Pues del regocijo sin remisión, ya estaba naciendo en mí un sollozo que más parecía de alegría. No era un sollozo de dolor, nunca lo había oído antes: era el de mi vida partiéndose para procrearme. En aquellas arenas del desierto estaba empezando a ser de una delicadeza de primera tímida ofrenda, como la de una flor. ¿Qué ofrecía yo? Que podía ofrecer de mí —yo, que estaba siendo el desierto, yo, que lo había pedido y tenido? (Lispector, 1969: 156)
Yo ofrecía el sollozo. Lloraba finalmente dentro de mi infierno. Hasta las alas de la negrura las uso y las sudo, y las usaba y sudaba para mí —que eres Tú, tu fulgor del silencio. Yo no soy Tú, pero mí eres Tú. Sólo por eso jamás podré sentirte directamente: porque eres mí. (Lispector, 1969: 156)
Clarice intenta abordar la realidad después de deshumanizarse, negar todo aquello que miente la realidad que es Dios, después de perder el rasgo más humano: la esperanza, la promesa de salvación, es decir, todo occidente. ¿Pero se puede vivir sin la esperanza? ¿En la vacuidad resplandeciente, en la ataraxia budista? Dicen que la esperanza es lo último que se pierde pero es lo primero que debe perderse para acceder al núcleo de la existencia clarificada. Su humanidad negada, adentro, le permite —vacío sensible—horrorizarse de la realidad sin pedir socorro, sin gritar, todo eso que atenta contra su presencia presente pura y desnuda, el rigor del ser. La contención del grito, sobrepasar el dolor de la carencia. Gritar sería abandonar la revelación de lo vivo, espantarse de la naturaleza que eres, entregarse a las manos sucias de la humanidad para que explique lo inexplicable, la vida simple y terrible, lo que es. No gritar, “no revelar la carencia”, permanecer muda, viva y vibrátil como la cucaracha nunca muerta. Se ha llegado hasta este lugar de espacio sin nada, de latido de luz, encuentro desértico con lo prístino, exorcizando el abismo, atravesando los umbrales del horror con coraje, con la confianza en lo desconocido, en lo ignoto. Es por ello que se escribe desde la nada (Ossott, 1979:31), quien escribe es una nada que ilumina las resquebraduras, desde lo invisible, desde lo indecible se ilumina y se ahonda la voz: el rumor del misterio.
¿Una alegría sin esperanzas? ¿Estamos, hablando acaso, de un presente inmanente que es eso que vive en el silencio espiritual? ¿Cuando se habla de una alegría sin esperanzas, no es lo mismo, acaso, que el santo recogimiento que habla San Juan de la Cruz? Ese estado en que uno se permite ser nido desnudo del Dios, pero anulando la proyección sobre el futuro, lo promisorio, el espejismo próximo de redención, renunciando a la civilización. Vaciando la falsedad de la conciencia cristiana, el presente se encarna en el ver el mundo, existiéndolo, ser lo que es siempre sin interrupción: el milagro. Vivir dentro del milagro es una alegría sin esperanzas: La actualidad quemante del Dios, nos dice Clarice. Y ese es el mayor horror: saber que Dios es presente, la verdad que es ser, el ser que roza con lo sabido y lo quema. Después de esto la pérdida, la carencia, la resignación sorprendida de pervivir dentro de lo que es y no aspirar sino al silencio y la pasión, sin moral, sin ley, sin belleza: mudez abierta. Estamos hablando de un lenguaje desarticulado, murmurante, balbuciente. Un lenguaje que para nombrar calla, y esa mudez vibra, se retuerce, clama, se convierte en fisura del abismo. Decir la identidad, es hablar desde la nada que es el dios, la identidad es el lenguaje mudo que expresa lo indecible y traduce lo invisible: la plegaria neutra.
Bibliografía directa
LISPECTOR, C. (1969). La pasión según G.H. Caracas: Monte Ávila editores.
RIOBUENO, Y (2009). “Descentramientos y umbrales: una lectura de Clarice Lispector” en Leer en voz alta. Lenguajes emergentes de la crítica. Mérida: Instituto de investigaciones literarias Gonzalo Picón Febres, Universidad de Los Andes.
OSSOTT, H. (1979). Memoria en ausencia de imagen Memoria del cuerpo. Caracas: Fundarte.
Yhana Riobueno, Descentramientos y umbrales: una lectura de Clarice Lispector
El horror es el sentimiento primero y fatal frente a lo terrible. Lo
que no puede ser contenido por la conciencia se ensancha en la
intensidad del horror, y es dolorosa su transformación, es profunda su
herida. El impacto primero del horror es monstruoso, atroz, aunque
necesario. Lo insoportable aterroriza, porque sobrepasar los límites
de lo humano es una crueldad, pero es la única forma de iniciar la
metamorfosis, se trata de un movimiento de transmutación a través del
dolor, una iniciación, la prueba. Los estigmas de los santos son
terribles, parecerse a dios es lo más terrible, y querer pervivir
dentro de él, dentro de la cosa, aún más: es el infierno. Cuando algo
muy grande ha entrado, después de una revelación o de un éxtasis, lo
pletórico alcanza su clímax en la disolución del yo, la pérdida de la
identidad, o en palabras de Clarice, la “despersonalización”. Este
estado es inhumano y pre-humano, la instancia despojada de humanidad,
presente puro de vida. El horror es mi responsabilidad, nos dice,
hasta que se transforme en realidad. ¿Cuándo el horror se transforma
en realidad? Lo que está contenido en esta pregunta parece ser el
movimiento narrativo y espiritual de La pasión según G. H. de Clarice
Lispector. Esta es la imagen con la que Clarice retrató el horror:
“Entonces, antes de entender, mi corazón emblanqueció como los
cabellos emblanquecen” (Lispector, 1969: 53). No sabiendo, el sentimiento de la nada la puebla. La transición entre el horror y la claridad atraviesa la prosa de la novela, donde los matices, resquebraduras y cambios de las metamorfosis son descritos con precisión de pesadilla. El personaje que narra su metamorfosis en primera persona se ilumina a causa de una cucaracha moribunda. Su naturaleza y la naturaleza de la cucaracha se nivelan, y los dos entes se existen mutuamente porque son parte de la misma cosa, los entes son atravesados por lo neutro, por el presente, entra en cuenta de que es, y no hay otra cosa, se da cuenta que carece de todo, porque lo ha alcanzado todo. El horror de saberse presente puro siempre anterior a la muerte, y no ser más que eso y no otra cosa, la impulsa a los vacíos inmaculados de su conciencia fracturada. Se trata de un yo que es asaltado por la ausencia: El desierto (Ossott, 1979: 35). Y esa es precisamente la claridad de lo que existe, una existencia despojada de moral y belleza, los cuales son apenas adornos para tolerar el núcleo de la vida, la actualidad de la divinidad, el presente puro que precede todas las cosas. Veamos la descripción horrorosa de permanecer en el desierto, en donde la conciencia es disgregada, vuelta ruinas. Desde esa herida regresamos, con la locura o con la iluminación, en un abismarse peligroso en lo dilatado, en el espacio de la desmesura: Y en mi gran dilatación, yo estaba en el desierto. ¿Cómo explicarte? Estaba en el desierto como nunca estuve. Era un desierto que me llamaba como un cántico monótono y remoto llama. Estaba siendo seducida. E iba para esa locura promisoria. Pero mi miedo no era el de quien estuviera yendo hacia la locura, y sí hacia una verdad —mi miedo era el de tener una verdad que llegase a no querer, una verdad infamante que me hiciera reptar y ser del nivel de la cucaracha” (Lispector, 1969: 7).
El desierto es la consecuencia del éxtasis, la casa blanca que somos, la fundación de la carencia, la pérdida de la esperanza. El desierto es la iniciación de los abismados, de los místicos, de los santos. El horror es darse cuenta de nuestra naturaleza pre-humana. El desierto es la alegría sin esperanza. Con coraje se abandona la esperanza, de esas ansias de futuro, de promesa, se circunscribe la atención y la vitalidad al presente, al fluir presente, la actualidad quemante. Horror de saber que la nueva verdad te anulará la esperanza, la esperanza de cualquier verdad. Los animales no tienen esperanza, y ella se da cuenta en la comunión epifánica con la cucaracha: “Tengo miedo de que en ese núcleo no sepa más lo que es la esperanza”. (Lispector, 1969:71). Y desde el desierto nadie puede hablar, desde allí la claridad no viene del lenguaje sino del adentrarse en ese sentimiento de nada, de ser mudez para existir las cosas. Está hablando del presente, lo promisorio es rechazado, el desierto es la espera que espera no esperar nada más, no negar más, permanecer dentro de la cosa, dentro del dios, dentro de lo vivo:
Había sido obligada a entrar en el desierto para saber con horror que el desierto es vivo, para saber que una cucaracha es la vida. Había retrocedido hasta saber que en mí la vida más profunda está antes de lo humano —y para eso había tenido el coraje diabólico de abandonar los sentimientos. Había tenido que no dar valor humano a la vida para poder entender la generosidad, mucho más que humana, del Dios. ¿Había pedido la cosa más peligrosa y prohibida? ¿Habría exigido osadamente ver a Dios? (Lispector, 1969: 159)
El desierto es un sentimiento difícil de describir, porque primero se ha abandonado todos los sentimientos, se ha abandonado el logos, la palabra es un objeto polvoriento: “Había crecido en mí un sentimiento de gran espera, y una resignación sorprendida” (Lispector, 1969: 60). En el desierto se encuentra el ser en su crudeza, la materia es infernal porque es cruda, calmo horror de lo vivo, en un principio es opresión a la pervivencia en lo perecedero, el núcleo de la vida, a Dios. Y ver a Dios es quemarse. El desierto es el horror de la verdad, una verdad inmanente, no logocéntrica, un estado en que uno no tiene nada que ofrecer, nada que decir, se ha encarnado el silencio de las cosas en sí mismo, la extenuación de lo vivo constituye la única verdad. El sentimiento que más se acerca a la verdad es el horror, no saber a lo que uno se encamina. La seducción peligrosa de la locura. Pero Clarice trasciende todo esto con la comunión y la epifanía. Uno de los componentes del desierto es haber sido herido por la nada. Habitarla es un dolor inimaginable, saber que es nuestra cárcel y es lo que hace pervivir la claridad de lo que existe, como diría Clarice. Haber llegado allí, venir de allí, y no tener otra opción que entregarse al amor por lo neutro, por lo vivo. Incendiarse de nada es amar lo neutro, beber de las aguas iluminadas de Dios: La identidad me está prohibida pero mi amor es tan grande que no resistiré a mi voluntad de entrar en el tejido misterioso, en ese plasma de donde tal vez nunca más pueda salir. Mi creencia, sin embargo, es también tan profunda que, si no puedo salir, yo sé, incluso en mi nueva irrealidad el plasma del Dios estará en mi vida. (Lispector, 1969: 119)
Lo neutro es la muerte, momentánea dentro de la vida, de tanto ser silencio el presente, que la nada se vuelve elástica hasta abrazar el amor. Se desvela la verdadera naturaleza de lo existente que está antes de lo humano, la acumulación de vida que es la cucaracha, que no ha elegido y ha sido siempre lo que es. La revelación cruda de la vida es el amor. Aunque suene paradójico, la vida cruda de la materia, se entra en ella con haber matado, porque es como una muerte: despersonalizarse, perder la identidad, disgregar la conciencia, regresar al estado divino de los seres, la primaria vida. “Era como si yo ya hubiese muerto y diera los primeros pasos en otra vida” (Clarice, 1969: 15). Esa otra vida es el desierto, solo y con todas las cosas, precario y pobre de espíritu —como diría San Juan de la Cruz—, esa soledad, Clarice, la llama gloria divina primaria, una gloria que no se comprende, se padece, porque es amor a Dios. Cuando el horror se aclara se encuentra la gloria primaria, y ya no se niega ni se pide más. Estamos hablando del silencio, que es perdón tácito: (…) que lujoso es este silencio. Está acumulado de siglos. Es un silencio de cucaracha que mira. El mundo se me mira. Todo mira para todo, todo vive el otro; en este desierto las cosas saben las cosas. Las cosas saben tanto las cosas que a esto… a esto lo llamaré perdón, si quiero salvarme en el plano humano. Es el perdón en sí. Perdón es un atributo de la materia viva. (Clarice, 1969: 77)
Traición del yo y entrega total. Derrame tácito del pudor, apertura en crisis. En este espacio de lo innominado no hay retorno, es imposible volver de aquello que ha sido perdonado con todo el ser, el perdón es la comunión con lo sagrado. Nos condenamos en lo que es, desde el pacto infernal con la materia de lo vivo. La fidelidad eterna del santo, del místico; no hace falta comprender, basta con ver la vida y estar de acuerdo. Pero en el éxtasis el perdón es el silencio, el silencio es perdón, redención en lo vivo, reconciliación con la muerte, gloria, el amor más puro. Ser verdaderamente humano es permanecer en lo que es, nacer y morir, y regresar allí donde empieza lo nacido. Silencio y perdón es lo mismo, y si la vida es una acumulación de siglos de silencio, perdona desde siempre, ella es perdón naciendo la palabra que recobrará la mudez de la plegaria, el silencio de la cucaracha que mira, la plegaria neutra. La única forma de librarse del desierto, es humanizarse, abandonar el ser por la persona, nos dice Lispector lúcidamente. El desierto es la pérdida de la identidad por haber alcanzado el todo. La búsqueda de lo inexpresivo, lo diabólico, lo neutro y el silencio: el intervalo espacial entre todo lo que existe. La línea de misterio y fuego: la respiración: neutralidad viva. Lo más humano es el perdón, perdón a sí mismo es la vida. Transformación, silencio, nada viva, sueño; todo aquello que carece de nombre, de forma, de referente:
Pero acuérdate de que todo esto sucedía estando yo despierta e inmovilizada por la luz del día, y la verdad de un sueño estaba pasándose sin la anestesia de la noche. Duerme conmigo despierto, y sólo así podrás saber de mi sueño grande y sabrás lo que es el desierto vivo. (Lispector, 1969:109) Para conocer el desierto vivo es necesario haber salido del gran sueño, límpido y traslúcido, sin humanidad. Rozar la muerte con el amor es despertarse del sueño, entrar con los ojos ciegos en la consistencia del presente, ese desierto que calla aquello que fue perdido para siempre, la posibilidad de haber muerto eternamente, de habernos fundido en la incandescencia del silencio y desaparecer. Pero de allí volvemos, heridos por el ser, a la cotidianidad, conteniendo el clamor con coraje, con lo indecible, conservando el fuego del presente en las entrañas para devolvérsela a los hombres como una fruta de pulpa negra y ciega colgada de la ausencia: la mudez del origen, la única forma posible de hablar con Dios.
El desierto es no decir nada, no aproximarse a la palabra que no dice nada. Volver al instante ante de lo humano, lo humano es rehacer el primer silencio en sí mismo, y el silencio es la primera palabra, la única que debe ser nombrada para devolverle a los hombres la imagen de la divinidad reconciliada.
Los dos siguientes párrafos, de una belleza incomparable, exorcizan con lirismo el desierto:
Pues del regocijo sin remisión, ya estaba naciendo en mí un sollozo que más parecía de alegría. No era un sollozo de dolor, nunca lo había oído antes: era el de mi vida partiéndose para procrearme. En aquellas arenas del desierto estaba empezando a ser de una delicadeza de primera tímida ofrenda, como la de una flor. ¿Qué ofrecía yo? Que podía ofrecer de mí —yo, que estaba siendo el desierto, yo, que lo había pedido y tenido? (Lispector, 1969: 156)
Yo ofrecía el sollozo. Lloraba finalmente dentro de mi infierno. Hasta las alas de la negrura las uso y las sudo, y las usaba y sudaba para mí —que eres Tú, tu fulgor del silencio. Yo no soy Tú, pero mí eres Tú. Sólo por eso jamás podré sentirte directamente: porque eres mí. (Lispector, 1969: 156)
Clarice intenta abordar la realidad después de deshumanizarse, negar todo aquello que miente la realidad que es Dios, después de perder el rasgo más humano: la esperanza, la promesa de salvación, es decir, todo occidente. ¿Pero se puede vivir sin la esperanza? ¿En la vacuidad resplandeciente, en la ataraxia budista? Dicen que la esperanza es lo último que se pierde pero es lo primero que debe perderse para acceder al núcleo de la existencia clarificada. Su humanidad negada, adentro, le permite —vacío sensible—horrorizarse de la realidad sin pedir socorro, sin gritar, todo eso que atenta contra su presencia presente pura y desnuda, el rigor del ser. La contención del grito, sobrepasar el dolor de la carencia. Gritar sería abandonar la revelación de lo vivo, espantarse de la naturaleza que eres, entregarse a las manos sucias de la humanidad para que explique lo inexplicable, la vida simple y terrible, lo que es. No gritar, “no revelar la carencia”, permanecer muda, viva y vibrátil como la cucaracha nunca muerta. Se ha llegado hasta este lugar de espacio sin nada, de latido de luz, encuentro desértico con lo prístino, exorcizando el abismo, atravesando los umbrales del horror con coraje, con la confianza en lo desconocido, en lo ignoto. Es por ello que se escribe desde la nada (Ossott, 1979:31), quien escribe es una nada que ilumina las resquebraduras, desde lo invisible, desde lo indecible se ilumina y se ahonda la voz: el rumor del misterio.
¿Una alegría sin esperanzas? ¿Estamos, hablando acaso, de un presente inmanente que es eso que vive en el silencio espiritual? ¿Cuando se habla de una alegría sin esperanzas, no es lo mismo, acaso, que el santo recogimiento que habla San Juan de la Cruz? Ese estado en que uno se permite ser nido desnudo del Dios, pero anulando la proyección sobre el futuro, lo promisorio, el espejismo próximo de redención, renunciando a la civilización. Vaciando la falsedad de la conciencia cristiana, el presente se encarna en el ver el mundo, existiéndolo, ser lo que es siempre sin interrupción: el milagro. Vivir dentro del milagro es una alegría sin esperanzas: La actualidad quemante del Dios, nos dice Clarice. Y ese es el mayor horror: saber que Dios es presente, la verdad que es ser, el ser que roza con lo sabido y lo quema. Después de esto la pérdida, la carencia, la resignación sorprendida de pervivir dentro de lo que es y no aspirar sino al silencio y la pasión, sin moral, sin ley, sin belleza: mudez abierta. Estamos hablando de un lenguaje desarticulado, murmurante, balbuciente. Un lenguaje que para nombrar calla, y esa mudez vibra, se retuerce, clama, se convierte en fisura del abismo. Decir la identidad, es hablar desde la nada que es el dios, la identidad es el lenguaje mudo que expresa lo indecible y traduce lo invisible: la plegaria neutra.
Bibliografía directa
LISPECTOR, C. (1969). La pasión según G.H. Caracas: Monte Ávila editores.
RIOBUENO, Y (2009). “Descentramientos y umbrales: una lectura de Clarice Lispector” en Leer en voz alta. Lenguajes emergentes de la crítica. Mérida: Instituto de investigaciones literarias Gonzalo Picón Febres, Universidad de Los Andes.
OSSOTT, H. (1979). Memoria en ausencia de imagen Memoria del cuerpo. Caracas: Fundarte.
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