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Por Ramón Elías Pérez
Los hechos ocurren con tanta celeridad que no hay tiempo para el asombro y por otro lado, la velocidad impresa en la tecnología de las comunicaciones nos obliga a transformar el ritmo de nuestro pensamiento y de algunos hábitos. Nada es igual dice el lugar común para tratar de explicar lo que acontece; desde el viaje en avión, la llamada por celular, y la inexplicable internet son algunos de estos hechos que les transformaron la vida a todos los habitantes de la tierra. Lo contrario es vivir en las cavernas, en la edad de piedra y no lo decimos por denigrar de la naturaleza, pues hacia allá buscarán las generaciones futuras intoxicadas por la civilización y el progreso. Codazo, pedazo, cedazo… le doy, le doy. En una ocasión, después de adquirir la tarjeta de débito, me vi en la necesidad de utilizarla. Al comienzo me volví un etcétera leyendo y tocando las teclas, terminaba el tiempo de la transacción y no podía retirar dinero. Atrás había varias personas esperando, qué pena, no me quedó más remedio que retirarme y darle oportunidad a los demás. ¡Qué vergüenza! Luego aprendí y de tanto repetir la acción me volví un experto, un verdugo como diríamos aquí. Para abrir un correo electrónico tuve que pedir ayuda y cuando por fin decidí comprar un celular y comunicarme con el resto del género humano, mis hijos me auxiliaron. También aprendí a navegar y así por el estilo he hecho cosas de las que a veces me siento un tanto mal, como pasar varias horas en un centro comercial, tipo “sambil”, haciendo nada. Devorando esa comida chatarra compuesta de grasa, tembó, tembó, tembó acompañada de una bebida light. Nos hemos acostumbrado a este ritmo de vida tan espantoso que a veces nos sentimos horribles cuando no escuchamos el ruido, la alharaca, el bullicio. Nos asusta la quietud, desdeñamos la sombra de un árbol, el azul de las aguas, la versatilidad del lenguaje. Debo decir que me aturde un fanfarrón, un hablador de pendejadas que le teme y le asusta el silencio. Y a propósito de la palabra, no hay cosa más triste que ver el idioma convertido en guiñapo, en esa cosa que llaman “reguetón”, un “espanglis” con sonidos monocordes y una supuesta rima que no es más que una copia triste de un ritmo que nació en los bajos fondos de la metrópoli estadounidense, nada original. Atrévete, tete, te… soy yamilet, cuidado con la gillet… desde ahora en adelante soy lo que siempre he sido, una tuerca filosa, una más, de esta maquinaria que nos dice que eres diferente pero estás programado para ser un producto, un número en la masa de consumidores. Bailadores, bebedores apaguen los televisores, vivan los castores. No hay salvación, se nos cayó el imperio, el modelo. Ahora somos las hordas de descamisados y descalzos que tomamos las calles de las ciudades y comenzamos a saquear centros comerciales, bodegas, mercados. No hay razón para que exista hambre en un mundo repleto de alimentos. Las hormigas lo devoran todo a su paso. Si hay vida, es sólo que ahora el poder ha cambiado. La guerra es una mala excusa para robar, depredar, salvar economías... El imperio está desesperado y ha programado extender su intromisión en el mundo árabe, musulmán. Luego vendrán por nosotros, el petróleo, el hierro, el cobre... se ¡Oh Dios! la tabla de los elementos. No más, no más dice la letra de esta canción… muévete duro, duro... mi flaca que llegó el canguro, tragando puro, carburo, puro... puro carburo.
Imagen: tefitadecolores.wordpress.com/
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