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Por Simon Horste.
A veces el pensamiento y la voz, ambos provenientes del ‘yo’, son uno. No obstante, la unidad pensamiento-voz puede llegar a ser difusa y contradictoria, e incluso confusa, ya que cada yo consiste en muchos yoes. En el caso más extremo, puede ocurrir que aquella unidad se aleje de esos yoes, para ubicarse más allá de ellos y contemplar el sempiterno caos y la inquietante incomprensibilidad del sujeto desde una distancia pequeña pero significativa. He ahí la poesía de Alejandra Pizarnik.
A veces el pensamiento y la voz, ambos provenientes del ‘yo’, son uno. No obstante, la unidad pensamiento-voz puede llegar a ser difusa y contradictoria, e incluso confusa, ya que cada yo consiste en muchos yoes. En el caso más extremo, puede ocurrir que aquella unidad se aleje de esos yoes, para ubicarse más allá de ellos y contemplar el sempiterno caos y la inquietante incomprensibilidad del sujeto desde una distancia pequeña pero significativa. He ahí la poesía de Alejandra Pizarnik.
Alejandra Pizarnik, argentina de descendencia judío-rusa, se suicidó en 1972, a los 36 años de edad. Ese acto fue la última respuesta que formuló a propósito de las preguntas que la preocupaban tanto, las dudas existenciales que la atormentaban. Pero no fue la respuesta más clara ni la más impactante. Eso lo es su poesía, que es de una sinceridad poco vista en la literatura latinoamericana. Ahí la autora les da forma concreta a sus angustias más profundas.
Ella es lo que Susan Sontag llama “el artista como sufridor ejemplar”: “siendo hombre, sufre; siendo escritor, convierte su sufrimiento en arte” (Against Intepretation and other essays).
No tener que hablar
Para Pizarnik, la poesía no es un prodigioso proyecto en que pasa a participar por predilección; es un proceso paranoico que le permite buscar certezas inalcanzables y concretizar las dudas que yacen bajo el yo externo, el yo que sí parece ser uno. En su segundo poemario, Las aventura perdidas, lo dice así:
Quisiera hablar de la vida.
Pues esto es la vida,
este aullido, este clavarse las uñas
en el pecho, este arrancarse
la cabellera a puñados, este escupirse
a los propios ojos, sólo por decir,
sólo por ver si se puede decir:
“¿es que soy yo? ¿verdad que sí?
¿no es verdad que yo existo
y no soy la pesadilla de una bestia?”
Esa identificación de la vida con la poesía se manifiesta de manera más explícita todavía en el primer poemario, escrito a los 19 años de edad:
la vida juega en la plaza
con el ser que nunca fui
(...)
vida
aquí estoy
De modo que la poeta también habla de sí misma cuando dice en un ensayo que Rimbaud, Baudelaire, Nerval, Lautréamont y Artaud son poetas que “tienen en común el haber anulado —o querido anular— la distancia que la sociedad obliga a establecer entre la poesía y la vida”. La necesidad de su poesía le hace sufrir a Pizarnik, porque en sus textos queda dicho lo que fuera de la poesía sólo siente que le duele tanto:
Cada hora, cada día, yo quisiera no tener que hablar. Figuras de cera los otros y sobre todo yo, que soy más otra que ellos. Nada pretendo en este poema si no es desanudar mi garganta.
En ese proceso de querer “desanudar”, las palabras poseen un fuerte poder, pues encarnizan las sensaciones más dolorosas y angustiosas del yo. No es la impotencia del lenguaje en cuanto expresión lo que le duele a la poeta, como suele ser el caso de tantos poetas; es la precisión, la eficacia de las palabras lo que tanto le hace sufrir:
Palabras en mi garganta. Sellos intragables. Las palabras no son bebidas por el viento, es una mentira aquello de que las palabras son polvo, ojalá lo fuesen, así yo no haría ahora plegarias de loca inminente que sueña con súbitas desapariciones, migraciones, invisibilidades.
La fuerza y el significado de las palabras persiguen a la poetisa, razón por la que su poesía puede llamarse un proceso paranoico.
Una pequeña choza
Quien está perseguido, busca un lugar donde poder descansar, busca la salvación o el rescate. En la obra de Pizarnik, hay dos palabras que siempre vuelven cuando se habla del rescate: el silencio y el jardín. De hecho son palabras más bien ‘anti-verbales’: el silencio es la carencia de cualquier sonido (sonidos como el latido del corazón, pronunciar palabras) y el jardín es un remanso de paz y tranquilidad, es la naturaleza controlada.
Unos ejemplos de la primera posibilidad de rescate, arrancando con un fragmento de Extracción de la piedra de locura, título que refiere a la famosa pintura del maestro flamenco El Bosco:
¿A qué hora empezó la desgracia? No quiero saber. No quiero más que un silencio para mí y las que fui, un silencio como la pequeña choza que encuentran en el bosque los niños perdidos.
Y un poema entero sobre el silencio:
silencio
yo me uno al silencio
yo me he unido al silencio
y me dejo hacer
me dejo beber
me dejo decir
Llama la atención que el silencio no es alcanzable: al final el yo se ‘deja decir’, o sea que está roto el silencio. La palabra y el silencio se unen en el yo.
El jardín tampoco parece poder cumplir con la promesa o el anhelo de rescatar a la poeta. Así dice un poema que precisamente se llama Rescate:
Y es siempre el jardín de lilas del otro lado del río. Si el alma pregunta si queda lejos se le responderá: del otro lado del río, no éste sino aquél.
La desesperación producida por el nunca poder llegar a un lugar seguro y quieto, como el silencio o el jardín, es un tema omnipresente en la obra de Pizarnik.
El cuerpo se hizo verbo
Una afirmación innegable de Pizarnik es su reconocimiento de las muchas personas que viven en ella. El ‘Je est un autre’ (‘yo es otro’) de la Carta del Vidente de Arthur Rimbaud no basta para la poetisa argentina: en su caso, ‘yo es muchos otros’. Tan sólo en los ejemplos ya citados se hallan numerosas alusiones o explicitaciones de esos otros. El “ser que nunca fui”, el “yo, que es más otra que ellos”, el silencio “para mí y las que fui” etc.
Es evidente que la cantidad y la diversidad de otros implican una identidad compleja y complicada: la poeta se ve y se siente como un río de un “Heráclito inconstante, que es el mismo / y es otro, como el río interminable” —para usar los versos de Borges. El ser humano cambia constantemente, nunca es el mismo; y por otro lado, hay partes del hombre que son ajenas a, y están lejanas de su entendimiento. Somos una colección de personas, casi por casualidad reunidas por un nombre y un cuerpo.
Pero hay más. El ‘yo’ que está más presente, el yo menos ‘otro’ parece ser el yo que existe en las palabras, en el poema. “Pues esto es la vida” puede entenderse de manera muy literal: esto, la palabra, el verso, el poema, el lenguaje —todo eso es la vida. Y así también podemos interpretar los versos “vida / aquí estoy”; ¿dónde está el yo? Está aquí, en el poema, no meramente representado por el poema sino hecho palabra.
Y nuevamente podemos acudir al ensayo de Pizarnik sobre Antonin Artaud, en que aparece una observación casi igual a la que acabo de escribir: “Sí, el Verbo se hizo carne. Y también, y sobre todo en Artaud, el cuerpo se hizo verbo.” Es por eso que las palabras no son polvo, que la verdadera poesía del ser contemporáneo no está escrita en vano; es la desesperanza convertida en existencia a través de la palabra.
Foto: "Bosque de Palermo". José Alexander Bustamante y Jessica Labrador
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